lunes, 31 de diciembre de 2007

De balances y deseos

Diciembre es un mes vaivén. Un péndulo gigante nos hamaca de lado a lado en esta época.
El blanco y el negro. Lo bueno y lo malo. Lo hecho y lo inacabado. Aparecen como extremos y se contraponen.
Casi como los platillos de una balanza subimos, bajamos y al fin encontramos enclave perfecto en alguno de los polos. La búsqueda del equilibrio siempre, pero nunca el equilibrio justo. Como las balanzas, los balances no acostumbran a nivelar y tampoco conocen de matices.
Al hacer un balance y en estas fechas solemos hacer alguno, repasamos cuentas, trazamos números angustiosos que nos hunden la mayoría de las veces exactamente debajo en la balanza.
El amor que no fue, el trabajo que no conseguimos, el reconocimiento que no llegó, la pérdida de alguien cercano. La lista continúa y puede ser todavía peor si caemos en la idea de hacer un arqueo de caja, un cierre antes de terminar el año.
Detesto los balances porque hacen aflorar las derrotas, y porque a esas derrotas les damos más importancia que a cualquiera de las conquistas obtenidas.
Por eso al balance prefiero el deseo. Que está claro, puede no cumplirse y como dicen los analistas es lo que no termina de satisfacerse.
Pero por suerte es lo que mueve, empuja y alimenta la búsqueda de aquello que nos complete.
Encontrar lo que se ha buscado por largo tiempo produce una sensación casi de orgasmo. Hurguetear sobre el camino como en un viejo lugar de usados y encontrar lo que no buscábamos nos sorprende todavía más por no imaginar su existencia.
Por un 2008 - y toda una vida- en que no abandonemos las búsquedas, el deseo, las sorpresas y dejemos al costado por fin los malditos balances.
¡Felíz año para todos!

viernes, 21 de diciembre de 2007

Mi Navidad

No le doy un beso a cualquiera, no finjo alegría, no arrojo fuegos artificiales.
Las fotos me tocan como los rayos diferidos de una estrella. Cada cosa que esconden y que revelan, las voces y los silencios parten como radiaciones cuando las miro. Si me detengo en aquellas que capturan momentos de mi infancia siento iniciar un viaje a través del tiempo. Lugares, personas, calles que ya no piso, pero que salvajemente me acercan a esos segundos encerrados en una imagen. Las fiestas de Navidad en la calle donde vivía mi abuela son uno de esos recuerdos que laten detrás de las fotos.
El griterío de los vecinos cuando sacaban la mesa a la vereda y la unían a las de al lado para encontrarse en medio de una gran mezcla de platos y sabores. La ansiedad adrenalínica con que esperaba la llegada de esa noche. La música, el baile, los premios y el sorbo de sidra a escondidas de los grandes hacían de mí un remolino que arrasaba y no se detenía hasta el fin de la fiesta.
Por años sentí que en la calle, que en realidad era una cortada, donde vivía mi abuela sucedían cosas que tenían que ver con el orden de la ilusión o los sueños.
No por azar el pasaje todavía se llama Olimpo, como el monte más alto de Grecia, que quiere decir "el luminoso".
Con todo aquello esa cortada parecía convocar en un ritual que sucedía ante mis ojos de animé japonés a todos los dioses olímpicos juntos.
Ahí vi por primera vez a los seis años a Papá Noel y unos días más tarde a los Reyes Magos que llegaban para entregar regalos a todos los chicos del barrio que estábamos presentes. Todavía no entendía porqué en lugar de pasar por mi casa -donde con dedicación dejaba los respectivos recipientes con pasto y agua- lo hacían sólo por esa calle.
Pero mi fascinación era tan grande que no dejaba espacio para inquietudes como esas. Recién con el paso del tiempo supe que una vecina de mi abuela -la misma que se encargaba de conseguir los números musicales para cada fiesta- era amiga del Negro Baltazar y los contrataba cada año.
A esa altura todavía me gustaba festejar la Nochebuena. Y como en el cuento de Truman Capote, Una Navidad, apenas el reloj marcaba las doce miraba el cielo con la esperanza de ver las estrellas destellar y soñaba con los ojos abiertos que la nieve caía entre las estrellas.
Pero casi como en el relato de Capote, llegó un año en que no sólo las estrellas dejaron de brillar para mí en esa fecha, sino que también la nieve se arremolinó dentro mío.
Es que la mesa de los vecinos se restringió con el tiempo. Al principio porque muchos ya eran mayores y de a poco fueron muriendo y más tarde porque los que quedaron no pudieron limar las rivalidades de la convivencia diaria y en los pliegues de la rutina las peleas le fueron ganando terreno a la fiesta de fin de año.
Llegué a cumplir doce años con la sensación de que la familia que había conocido y con la cual compartía esas vivencias era inmortal. Pero casi al mismo tiempo en que uno deja de pensar que los padres son sus héroes favoritos esa sensación se empezó a evaporar tan rápido como una estrellita navideña que se agita en forma de círculo por el aire.
Entonces, la mesa ampliada se hizo más chica y familiar pero no por eso más íntima y armoniosa. Por el contrario, creo que desde que empecé a transitar la adolescencia mi papá no pasa una Navidad sentado a la mesa.
Apenas nos disponemos a cenar cualquier excusa, hasta la más ínfima, le sirve de puntapié para salir eyectado de la silla y caer en la cama rendido hasta el día siguiente.
Entonces, mi mamá sirve los platos fríos como si nada, mi tía entrega los regalos, con mis hermanos discutimos un poco pero a las doce todos brindamos y salimos, casi como un pacto que nunca se rompe, a la vereda a ver los fuegos artificiales que estallan en el cielo.
La escena, que parece cuanto menos tonta, me llevó largas sesiones de terapia para desentrañar que mi papá no se animaba a decirle no a la cena de Navidad. En lugar de elegir irse a la cama, forzaba hasta último momento su decisión. Como una olla a presión se exponía a fuego lento hasta explotar y así poder irse sin tener que dar explicaciones.
Llegué a pensar que el problema es que hay una sola Navidad. Y es la misma para los agnósticos, ateos o creyentes. ¿Sería más fácil si no existiera la Navidad?
Entonces, empecé a suponer que debía ser más sencillo rendirse ante el esperíritu de la liturgia navideña, para personas como mi mamá salpicadas de cierto espíritu religioso o para mujeres como mi tía que lectora de Para Ti usa el tiempo para vestirse para “una noche de Fiesta”.
Como si se tratara de que para aquellos a los que no les fue concedida la gracia de la fe ni la paz de la estupidez, la Navidad concentrara casi como en un “Sabor 15” un núcleo difícil de emociones habitualmente dispersas.
Porque lo que le pasa a mi papá de manera repetida la noche del 24 de diciembre de cada año parece ser que le sucede a muchas otras personas. Y sobretodo se agudiza en los meses de noviembre y diciembre a medida que avanzan los villancicos y las vidrieras de los centros comerciales se inundan de bolas rojas, verdes y doradas.
Desde el diván pude diagnosticarme hace un tiempo que como para mi papá la Navidad es un mal trago. Pero por suerte no me voy a la cama. Elijo con quién quiero pasarla
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jueves, 13 de diciembre de 2007

Imagen


Te miro y me miras.

Nuestro ojos se encuentran.

Se unen, se cruzan, se vuelven cada vez más grandes.

Miro la sombra de tu cuerpo, que poco a poco se acerca al mío, para formar una sola sombra. Una sola carne profunda y exacta.

Mis manos tratan de hundirse en la inmensidad de tu pelo.

Cada palabra fluye ahogada en un mismo aliento.

Apoyo mi boca sobre la tuya, para besarte, alcanzarte, sentirte contra mí.

Y es en ese instante, cuando percibo la frescura de una fina capa de agua que nos divide.

Mientras tu imagen se desvanece en el fondo de la fuente.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

El infierno de los vivos



El infierno de los vivos no es algo que será: existe ya aquí y es el que habitamos todos los días, el que formamos estando juntos. Dos formas hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y convertirse en parte de él hasta el punto de dejar de verlo ya. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio.

Italo Calvino - Las ciudades invisibles