miércoles, 23 de enero de 2008

Tu eres Hiroshima


Y te encuentro a ti. Te recuerdo. ¿Quién eres? Me estás matando. Eres mi vida. ¿Cómo iba yo a imaginarme que esta ciudad estuviera hecha a la medida del amor?¿Cómo iba a imaginarme que estuvieras hecho a la medida de mi cuerpo mismo? Me gustas. Qué acontecimiento... Me gustas. Qué lentitud, de pronto... Qué dulzura... Tú no puedes saber. Me estás matando... Eres mi vida. Me estás matando... Eres mi vida... Tengo tiempo de sobra...Te lo ruego... Devórame... Defórmame hasta la fealdad.¿Por qué no tú? ¿Por qué no tú, en esta ciudad, y en esta noche, tan semejante a las demás que se confunde con ellas? Te lo ruego...


Marguerite Duras - Hiroshima mon amour

lunes, 14 de enero de 2008

Ir a la peluquería

Ir a la peluquería es algo que ya no sufro. Antes me daba terror el solo hecho de pensar que debía estar como mínimo 50 minutos frente al espejo viendo todas las imperfecciones de mi cara, tan apremiantes como cuando subo a un ascensor y el espejo lo es todo. No soportaba ni el turbante de toalla en la cabeza ni la túnica de plástico que hace mis hombros más caídos que de costumbre y me fastidiaba con fuerza el cotorreo de otras mujeres comentando lo más jugoso de las revistas Gente o Caras de esa semana. Por eso iba a peluquerías de paso, de esas que tienen una decena de box donde la mujer cuchichea con su peluquero de cabecera. Pero yo no tenía preferencias, cuando iba me cortaba con cualquiera y trataba de no mediar muchas palabras. No me gustaba hablar con el que me metía manos y tijeras en la cabellera. Ese tiempo de charlar de lo que uno hace, si trabajaba o estudiaba, si fumaba o, si tenía novio, hacía gimnasia o dietas se me hacía eterno.
Por eso, durante largos años opté por esquivar la peluquería y caer aunque sea en las manos de una amiga para cambiar de color o recortar las puntas y por años elegí que el lacio aburrido creciera a más no poder para evitar la visita al estilista.
Pero llegó un momento donde quise cambiar y ninguna amiga se animó a poner manos a la obra, sólo una atinó a recomendarme a su chico manos de tijera.
Y digamos que llegar a ese lugar fue lo que cambió mi idea de la peluquería y el tedioso trámite de ir a cortarme el pelo se me volvió más o menos divertido.
En esa peluquería no faltaban las revistas de moda y de farándula pero lo más notable es que había un stand con los libros de Maitena y con el tiempo se pudo leer la revista La mujer de mi vida. No se escuchaba la música bailable de las FM sino temas de Los Redonditos de Ricota y otras bandas nacionales, lo que también me atrapó bastante a primera vista.
El peluquero no me ofreció productos para darle brillo al pelo, ni hacerme las manos a un costado del local ni siquiera me reta porque voy poco. Aquella primera vez sólo me preguntó cómo andaba, que idea tenía para darle al marco de mi cara y porque quería cierto cambio radical en mi cabellera. Le dije que quería el pelo lo suficientemente corto como para no tener que hacerme nada y que quería ser libre por un mes largo de las manos de cualquier peluquero. Pero también era cierto que hacía dos días mi novio me había dejado y por esas cosas de la vida mi pelo era el que iba a sentir en carne propia los embates de mi corazón. Como si me hubiese sacado una radiografía de la cabeza más que de la cabellera, mi peluquero me empezó a hablar de las mujeres que usan el pelo exactamente igual desde los 15 y hasta los cincuenta años y de las que cambian de corte y de color como de bombachas, de las que mastican su insatisfacción corriendo a la peluquería y de las que escapan de las tijeras como si cada mechón que cae al suelo significara la pérdida de un pedazo de alma. Y acto seguido me alcanzó una pila de revistas europeas con los mejores diseños para llevar a la cabeza y una taza de café.
Lo curioso fue que así como pronunciaba esas profundas palabras conmigo para llegar a un trato donde los dos estuviéramos de acuerdo -ni salir a la calle con la cabellera lacia con aires de hippie ni mutar a un rapado teñido de rubio- daba tan solo medio giro para aconsejar a una futura novia que estaba al lado mío probándose peinados para la boda. Es cierto que hay peluqueros como gente para todo pero el mío tenía algo que ya me gustaba. Una dulce capacidad de entablar una buena charla con la joven universitaria, con aires de hippie que en ese momento era yo, y al mismo tiempo guiar a la muchacha nerviosa acompañada por una madre obsesiva -que quería que el pelo de su hija no desentonara con ninguno de los detalles de la fiesta- para que la elección de las dos sea lo más libre que se pueda.

miércoles, 9 de enero de 2008

La vida soñada


Hoy es uno de esos días donde la vida se parece a una mole gigante de cemento que se me viene encima sin pedir permiso. Gracias al cambio de horario K duermo poco y descanso nada. Y aunque desde hace días me ocurrieron algunos gratos sucesos reconozco que no tengo demasiada paz nocturna. Por las noches sueño cosas tan obvias y tan ligadas a mi vida real que cuando amanezco siento que lo pasé en vela.
Por ejemplo anoche coloqué el despertador a la hora de siempre aunque en realidad no tenía que ir a trabajar como todos los días. Y minutos antes de que sonara yo soñaba que iba a mi trabajo como cada mañana y que después de unas horas me daba cuenta que estaba haciendo el turno incorrecto y lo que es peor me acordaba que había dejado plantado a un compañero que me había pedido que leyera un proyecto con él. También comprobaba que había perdido una entrevista muy importante para otro proyecto en este caso mío. Así, en medio de esa verdadera pesadilla, el despertador sonó pero por suerte para sacarme de ese lugar fantasmal.
Pero lo curioso es que hace unas noches tuve un sueño del que no me quería despertar. Más obvio que el anterior el de esa noche comenzó con una secuencia donde se veía la resolución de todos los problemas que me aquejan por estos días.
De pronto, las diferencias que había entre mi chico y yo por una situación digamos doméstica quedaban saldadas a tiempo y sin llegar a una pelea, los problemas financieros –que son mínimos, pero teniendo en cuenta mi bolsillo son todo un agujero negro– se resolvían en un abrir y cerrar de ojos y hasta del banco me llamaban más o menos para pedirme disculpas por la tremenda confusión. Por último, y esto era lo mejor, una tarea que debo realizar para un trabajo para el que fui convocada, que se me tornó más díficil que hallar una aguja en un pajar, se presentaba ante mí resuelta. Mis empleadores contentos con mi cometido y yo felíz. Con esa sensación me desperté y claro ese día no me quise despegar de entre las sábanas hasta ver el sueño cumplido.

jueves, 3 de enero de 2008

Revelación de un mundo

De niña, y después de adolescente, fui precoz en muchas cosas. Para sentir un ambiente, por ejemplo, para aprehender la atmósfera íntima de una persona. Por otro lado, lejos de la precocidad, me encontraba en increíble atraso en relación con otras cosas importantes. Continúo por lo demás atrasada en muchos terrenos. Nada puedo hacer: parece que hay en mí un lado infantil que no crece más.
Hasta pasados los trece años, por ejemplo, estaba atrasada en lo que los americanos llaman hechos de la vida. Esta expresión se refiere a la relación profunda de amor entre un hombre y una mujer, de la que nacen los hijos. Arreglarme a los once años de edad consistía en lavarme la cara tantas veces hasta que la piel estirada brillase. Yo me sentía lista, entonces. ¿Sería mi ignorancia un modo tonto e inconsciente de mantenerme ingenua para poder seguir, sin culpa, pensando en los varones? Creo que sí. Porque yo siempre supe de cosas que ni yo misma sé que sé.



Clarice Lispector