lunes, 31 de marzo de 2008

Un pasaje a Brasil


No había amanecido pero los primeros pasajeros empezaban a llegar plagados de maletas rodantes y bultos para hacer el cheking y por fin volar. Era verano, y como siempre para esa época del año, empezaban a despegar los primeros charter con destino a Brasil. Malditos vuelos si los hay. Trabajaba en la oficina de informes de la aeroestación de mi ciudad donde nunca pasaba demasiado y los movimientos eran más bien mínimos. Pero en los meses de calor todo parecía conmocionarse al límite de la exageración. Las mujeres llegaban con soleras de colores y los hombres con bermudas color caqui, como anticipándose al destino que los esperaba pero que aún estaba a una cierta distancia. A ninguno le faltaba el bolso de mano con el nombre impreso de la empresa de viajes que le había vendido el boucher, garantía asegurada para acceder al sol y las playas brasileñas. Era domingo y odiaba tener que madrugar para sentarme detrás de ese mostrador donde todo parecía muerto, hasta que la vi entrar.
Tenía un vestido color azul, que no era de terciopelo pero se parecía bastante. Lo cierto es que era, y eso se percibía a la distancia, de una tela de invierno que de lejos y con sólo mirarla ya daba calor. Atravesó la puerta corrediza del hall del aeropuerto. Arrastraba una valija desvencijada que se notaba no llevaba mucho por dentro. Un collar de perlas mustias, que seguramente años atrás había tenido otro valor, le apretaba el cuello a punto de asfixiarla. El escote del vestido era alto y el corpiño le ajustaba el busto dándole un tamaño todavía mayor. El cinturón estrecho apretaba sin éxito la cintura y no lograba reducirla. Los botones de nácar temblaban con el ritmo de la respiración. Ella se acercó lentamente hacia mí y con esos buenos modales de abuela paqueta me preguntó dulcemente si quedaban pasajes a Brasil.
Por unos minutos quedé muda. Con una mirada entre alegre y fugitiva, unas cuantas gotas de transpiración derrapando desde la frente y una línea de lápiz labial que le dibujaba una mueca por fuera del contorno de los labios confirmé lo que supuse cuando la vi aparecer en medio de esa manada de turistas. Le dije que no era la encargada de emitir los boletos y que podía acercarse al mostrador de Varig, el único que aún estaba a oscuras porque justamente no tenían a cargo la salida de los charters. La mujer se acomodó en una de las butacas del hall y enseguida empezó a cabecear hasta quedarse dormida. Cuando el altavoz anunció la primera salida ella se levantó de golpe y no tardó en dirigirse a la empresa aérea que ya estaba despachando. Un empleado atendió a la mujer y sin demasiada traducción comprendí desde mi oficina que no le iban a vender el pasaje. Con lo cual también predije que no iba a pasar mucho para que la mujer se acercara otra vez hacia mí. Y así fue. Apoyó la valija sucia sobre el mostrador y apenas la abrió se escapó un olor mezcla de humedad y naftalina. Quise hurgar con los ojos el interior de la maleta pero sólo logré ver una combinación gris arratonada, un par de zapatos con brillos, un botellón de colonia y unos documentos. La mujer la volvió a cerrar pero sacó de entre sus dedos rugosos una postal. Era una tarjeta de por lo menos 30 años atrás que tenía el dibujo de un hotel, bordeado de palmeras que parecía haber sido importante -quién sabe si aún existía- y que aparentemente estaba en Río de Janeiro. Mientras la tocaba con la mirada la mujer me contó que su novio la esperaba en ese hotel. Él era el dueño del alojamiento y tenían que encontrarse para casarse. Como soy de esas personas que nunca pueden decir no traté de seguir su relato con la paciencia que no abunda y después de un rato conseguí llevarla al otro lado del hall a tomar un café. Ella asintió como si nunca antes la hubiesen invitado a sentarse en un bar. A esa altura, ya todos en el aeropuerto se daban codazos al verla pasar y los policías aeronáuticos se mordían los labios por no saber que hacer. Nos sentamos y empecé a preguntarle por su vida, hasta que de a poco largó su nombre completo y otros datos y los efectivos de seguridad agazapados como moscas a nuestro alrededor se dispersaron rápidamente para buscar a algún familiar. La mujer pidió un sándwich de miga de blanco de pavita y se lo devoró como si fuese la última vez, río mientras contaba que no veía la hora de llegar a Río de Janeiro donde la esperaba su amado y enseguida frunció el ceño cuando recordó que “el hombre se iba a preocupar si el vuelo se demoraba”. Cada tanto se sobresaltaba con el llanto de alguna criatura pero a todos los que posaban sus ojos en ella les sonreía con cierta impudicia de senilidad. Y así se me pasó la tarde más ajetreada de un domingo. Cuando empezaba a anochecer, un hombre de unos 40 años llegó en un auto a buscarla. Firmó papeles, se reunió con el jefe de la policía aeronáutica y terminó llevándose a la mujer que saludaba a todos como si nos conociera de toda la vida.
Como si dos novedades se me dieran juntas, hace un par de años viaje por primera vez en avión y conocí Brasil. Recuerdo que cuando desde lo alto vi el primer morro verdoso recortado en el cielo, lloré. A veces el delirio es tan bueno ¿no es cierto? ¿Cómo no soñar con un pasaje hasta ahí?



viernes, 7 de marzo de 2008

Cómo tienen que ser las cosas

Hace poco más de cuatro años atrás, de una relación que podría haber sido un placentero curte para los dos, algo pasó. Como dijo él, después de algunos meses de haberse conocido -gracias al azar y algunas coincidencias-, la cosa “subió a otro escalón y se fue armando algo distinto”.
En aquel momento él dijo también, que tenía una idea de cómo tenían que ser las cosas, de cómo pensaba que debía funcionar una pareja, pero que por cuestiones de sus rollos, siempre terminó eligiendo cosas bastante alejadas a aquello que pensaba.
Ella lo escuchó en silencio, pero en su interior asentía con la misma sensación de que casi por primera vez la vida que imaginaba era más o menos parecida a eso que vivían juntos.
Esta tarde mientras los dos se desplomaban en la cama, escapándose de los pliegues de la rutina y de los teléfonos que sonaban a lo lejos, ella lo olió para recordar su olor y recorrió su espalda con un pequeño paisaje de caricias. En el hueco de las sábanas, con el peso de él sobre su cuerpo y en un entretejido de piernas húmedas, besos profundos y manos inquietas ella se olvidó por fin del agobio. Pensó en cómo tenían que ser las cosas y deseó estar así por mucho tiempo.

lunes, 3 de marzo de 2008

Amor frustrado III: Los tres músicos

Siempre me las arreglaba para pasar por el galpón con portón negro de chapa y unas figuras pintadas que con los años supe, eran la copia de Los tres músicos de Picasso.
Con la excusa de comprar frutas en la verdulería que estaba adelante iba casi todas las tardes.
Mientras el viejo se agachaba para armar mi pedido y tirarlo sobre la balanza enclenque que se sacudía de un lado al otro, mis pupilas se hundían entre las filas de cajones para ver que había al fondo del galpón. Nada, nunca veía nada.
Pero algunos movimientos en ese lugar me pinchaban de curiosidad. Chicos y chicas diez años más grandes que yo, entraban y salían a toda hora. Un enjambre de pelos largos, jeans gastados, guitarras y unos cuantos aros eran como la aguja que se clava y te hace pegar un salto. Era el deseo inyectado de traspasar aunque sea con los ojos aquello guardado detrás del portón.
No sé como ni cuando un día desentrañé el misterio. Al interior de esas paredes, que a veces devolvían algún que otro sonido había una sala de ensayo, La Manteca. Dicen que un músico de Buenos Aires casi de paso a mediados de los ochenta, se sorprendió con la onda del lugar.

-Loco, esto es una manteca, le dijo al dueño. Y esa suerte de explosión espontánea le puso el nombre.
Varios años después en una disquería de usados, a la que entré a buscar no sé que cosa, lo vi. Alto y con esa flacura entre desgarbada y liviana. Hablamos un rato. Me gustó, enseguida me puse nerviosa porque sentí que eso se leía en mi cara y sobre todo en mi cuerpo. Resultó ser el dueño de aquella sala que ya había dejado de reunir a la cofradía que yo espiaba de chica.
Nos enamoramos, creo. Fuimos novios y recién ahí atravesé la abertura ancha con la estampa de Los tres músicos que se abrió ante mi como una garganta negra. Después la oscuridad del galpón hasta llegar a la sala que estaba pegada sobre un costado. Todavía quedaban residuos de aquella vieja época. Un escenario de madera, la batería, algunos pedazos de goma espuma en las paredes que como en otros tiempos también sirvieron para aislar. Pero esta vez a nosotros dos de todo el resto.
Parecía una caja hermética, de esas que se construyen para hacer germinar un par de porotos. No entraba ni un punto de luz y el olor a humedad se desprendía y regaba todo el ambiente.
Pasamos unos años intensos y La Manteca fue un buen refugio.
Hasta que un verano calcinante, el último juntos, él decidió tirarla abajo. Dijo que tenía otros planes, en una de esas construir algo nuevo. No estaba conforme pero igual me ofrecí para ayudarlo.
Mojados al ardor de ese enero, cada uno agarró una maza. Golpeamos duro, el trabajo no era fácil. Las porciones de pared hechas de ladrillo y barro eran sencillas de derribar. Pero las que estaban nutridas de revoque ponían mayor resistencia. Insistimos con tercas trompadas hasta ver caer el último pedazo de la sala. Terminada la demolición vimos desparramado lo nuestro por el piso. Hecho también un montón de escombros.