domingo, 13 de junio de 2010
El Ashton Kutcher guaraní
Ya sabemos a quien vamos a mirar cuando Verón se lesione y no pueda salir a la cancha.
Yo y el supremo
Por Gabriela Wiener
Además de ser lo mejor que ha dado Paraguay desde el Pájaro Choguí, Roque Santa Cruz ha inaugurado una nueva era para el fútbol de su país, la de los futbolistas estrella guapos y civilizados. Es el anti-Chilavert, esa especie de energúmeno. Santa, en cambio, como su nombre indica, es un virtuoso. O al menos lo parece, que es sin duda lo que realmente excita a una mujer: que el hombre nunca sea sólo lo que parece, que tenga la cara del marido pero todo lo demás del amante. En Alemania, por obvias razones, este chico que después de cada partido suele bajarse los shorts hasta la ingle, mostrando la orilla del pubis en señal del triunfo, es considerado un semidiós. El Ashton Kutcher guaraní tiene el encanto de las selecciones menores que clasifican arañando. Como Paraguay casi no existe para el mundo ni para las quinielas, sus jugadores, sin ser unos alienígenas, tienen el plus de lo exótico, más si sus ojos son color café, mastica chicle mientras mira la jugada y habla tantos idiomas como clubes lo han visto en sus filas. Según varias encuestas, Roque es el número uno pero de los agraciados, el hombre más sexy del mundial. Lo descubrí ayer. Detesto descubrir que tengo gustos tan convencionales, pero confieso que me pasa a menudo. Roque es como Keanu Reeves, tiene ese tipo de belleza engañosamente alcanzable. Un atractivo sin aspavientos, el magnetismo del chico serio, limpio para la primera comunión, alguien que se peina con raya, que acompaña a su abuela a la parada del autobús, que no se queda con la pelota. Al lado de esos futbolistas orondos que hacen anuncios de calzoncillos Calvin Klein, Roque hasta parece poca cosa. Su cara fina marcada por un salvaje acné adolescente, sus facciones oscuras, su quijada afilada y sus cabellos lisos y escasos, no son nada para tirar cohetes pero todo en él armoniza. Es sólo proporcionado, algo apenas más guapo que un chico normal. Es alguien que no se ha enterado de que es el primero del ranking. Y por eso gusta. ¿Qué diablos le han visto las masas que debían delirar por Cristiano Ronaldo? Fuera de aquí, advenedizas de los simplementehombres, es tarde para ser originales. Enamorarse de alguien que no es un diez, que es un nueve, de una belleza indie, de un paraguayo, es sólo para chicas realistas. Con las piernas rotas es aún más tierno y deseable. Porque, aceptémoslo, a un tipo así lo queremos junto a nosotras en la banca, no suelto por ahí en el campo, tirándole de las nucas a otros tíos para festejar un gol.
miércoles, 26 de mayo de 2010
Veinte años
Carlos Paz, 1989
Y sí. Algún día iba a ocurrir. Era raro que hasta la semana pasada Facebook no me haya arrastrado unos 20 años atrás. Bastó con que me sumara al grupo “Yo fui a la escuela N°610”, contraseña precisa si las hay, para recibir una serie de invitaciones de aquellos que no veía desde el 89. Acordamos un encuentro. Un bar cerca de la escuela, a pocas cuadras de la casa de mis viejos y en medio del barrio donde a los 12 ya nos movíamos como peces en el agua.
Fui con un poco de vergüenza, pero mucha curiosidad. Cuando llegué estaban Julito (el que llevaba los alfajores Guaymallén para repartir a todo el grado cada vez que cumplía años), Cristian (el pibe al que acusaban de "arruinar todas las fotos" y en la grupal de 4° se abrió el guardapolvos para dejar congelado el escudo de Superman en el pecho), Jimena (rubia, inteligente, hija de madre maestra y hermana menor de una treintañera que nos daba clases teóricas de educación sexual), Daniel (amante de la pelota, leproso a muerte, hoy empleado administrativo de una remisería después de pulular por las reservas de varios clubes europeos), Juan Pablo (el que se daba vuelta los párpados, que en 7° grado llegó contando que le había hecho la paja a su perro y todas corrimos con cara de asco para que no nos toque), Vanesa (patinadora, fanática de los deportes, profesora de educación física y ahora practicante de matronatación con sus dos bebés), Gabriel, mozo y delivery (con el que más nos cruzamos estos años de bar en bar), Uriel (tímido y callado como cuando éramos chicos, ahora atiende en un video-club).
Somos pocos los que no tenemos alianza reluciente ni niños para mostrar en la solapa de la billetera o la pantalla del celular. En el grado eramos 30, cerca de 15 fuimos a la cita. De los que faltaron sabemos poco y nada. A Mario, el paraguayo, lo recordamos todos. Morocho y gigante. Nos llevaba un par de cabezas a cada uno. Le decíamos Mono y la última vez que lo ví manejaba, los domingos, el "Gusano Loco" del parque Independencia.
lunes, 22 de marzo de 2010
Separadas al nacer
Dicen que el libro tiene una escritura fácil (como si escribir fácil no llevara cierto tiempo dedicado a cada frase y como todo lo simple también es un efecto a lograr), que está basado en sinonimias y falto de comas por todos lados. Si leer fue ponerme muchas veces en los zapatos del otro, "Agosto" me transportó al ecosistema de una niñez y una adolescencia tan pero tan familiar a la de Emilia, la protagonista, que lamenté no haberlo escrito yo.
Un sueño:"Después, estoy en la facultad y alguien me toca la punta de uno de mis dientes, las paletas, un pedacito que pareciera estar suelto y es así que se me rompen todos, toda la parte de adelante se cae a pedazos, como si fueran vidrios. Me quedan despojos de dientes, puntiagudos y pinchudos, como de roedor pero rotos. Sorpresa y dolor".
Un encuentro:"Pongo la cabeza en su hombro y me dice hola, un hola largo, como estirado, como meloso, como un hola de mucho tiempo y yo, en lugar de llorar o de irme o de por lo menos, guardar silencio, le digo boludo tuviste hijos con otra, que mala onda".
Una despedida: "Cuidate, me dice, ¿qué mierda significa eso? Ni siquiera un nos vemos un che, prefiero que no nos veamos, no, cuidate me dice y a mí en ese momento me resulta igual de ofensivo que si me estuviera diciendo matate. Es eso lo que escucho, matate. Vos también le digo y me bajo del auto".
Una mirada: "Me mira, pero no a los ojos, mira sobre mi cuerpo, me dice esa campera no es tuya, le digo que no, que de hecho es tuya y agrega te crecieron las tetas. Me río, me río mucho, es cierto, es cierto que me crecieron en estos últimos años, sobre todo en este último y me divierte que lo observe, no sólo eso, sino que además tenga la delicadeza de contármelo, así como lo hace en este momento. De más está decir, que a partir de entonces voy a tardar en sacarme la campera, observada como me siento, intimidada como estoy".
sábado, 5 de julio de 2008
Intervalo
lunes, 30 de junio de 2008
La mala educación
Era costumbre que durante la clase de Actividades Prácticas un grupo de alumnas nos sentáramos al final del salón. Una tejía una bufanda, otra bordaba un pañuelo y alguna moldeaba una cerámica fría entre los dedos. Mientras la maestra leía una revista y esperaba que pasara la hora, nosotras nos arrebolábamos en los últimos bancos para aprovechar lo único bueno que tenía la clase de manualidades: la charla de lo que creíamos en esos años era el sexo.
En mi casa esa palabra no se mencionaba y a esa altura yo no tenía idea de nada. En cambio, mis amigas que parecían mucho más sueltas y contaban con cierta información un día me contaron envueltas en una aureola de misterio aquello de la semillita.
Ese fue el primer capítulo de educación sexual y me pareció espantoso. Mi intuición me guió para entender qué cosa del hombre entraba en qué hueco de la mujer para depositar la bendita semilla que en mi cabeza tenía la forma y el tamaño de un grano de alpiste, el alimento que mi abuelo le daba cada día a sus canarios y que almacenaba en las latas dentro de un aparador.
Pero el segundo capítulo no tardó en llegar y fue un tanto peor que el primero. Una tarde de verano, salimos con mi amiga Laura a caminar por el barrio en busca de chicos con ganas de jugar al carnaval. Caminamos bajo el rayo de sol para que algún grupito de pibes nos tentara a correr tras el estruendo de una “bombucha”. Pero en las calles desiertas no pasaba nada.
Nos sentamos en un pedacito de sombra para ver si al fin se desataba la guerra de agua y apareció él. Pasaba montado a su bicicleta en medio de ese desierto rojo.
Pedaleaba, nos miró, dio la vuelta y volvió a pasar. Sin detenerse, hizo algunas maniobras en la bici, se apoyó con una sola mano en el manubrio y la que quedaba libre se la metió dentro del pantalón de jogging negro. Me miraba fijo y su boca balbuceaba cosas que yo no llegué a descifrar.
Hasta que de golpe sacó con esa misma mano que se sacudía de un lado al otro, una cosa amenazante, un objeto erguido, exótico, de un color indefinido pero que me pareció oscuro y que nunca había visto hasta ahí.
Mi amiga Laura creo que ni se dio cuenta de lo que estaba pasando delante de nuestros ojos.
En cambio, me paralicé. Me dio miedo, asco y una especie de curiosidad.
miércoles, 4 de junio de 2008
Esperar con placer
El placer y la espera me parecían cosas incompatibles. Hasta que una vez conocí el lugar preciso donde el roce de las dos me producía una suerte de disfrute.
Fue en un momento de mi terapia. No recuerdo muy bien como llegamos a eso mi analista y yo. Pero estábamos hablando de mi infancia, de eso estoy segura. De la familia y de los movimientos incomprensibles de mis padres que intentaba desentrañar en el correr de ese análisis.
En mi relato volví a ese cumpleaños del 89. Quería que me regalaran una bicicleta. Grande, de paseo y con canasto. Usaba hasta el momento la que había heredado de mi hermano mayor. La suerte que corremos los más chicos cuando el de arriba va descartando todo lo que ya no puede seguir usando por haber pegado de golpe el estirón.
Eran tiempos difíciles. La economía en crisis, hiperinflación y los saqueos que sucumbían a la ciudad revistiéndola de un negro estado de sitio, hacían que el país pareciera derrumbarse.
Mi mamá hizo una torta que nunca leudó y yo invité a mis amigas a tomar la leche. Sólo fueron dos, unas faltaron porque fue la semana de mayo más fría del año y otras desistieron porque sus padres prefirieron no salir a las calles del barrio que estaban custodiadas -como hacía años no pasaba- por patrullas policiales. Ese día, en casa no había regalo para mí. A mi papá las cosas no le estaban yendo muy bien y yo entendía, a esa altura ya era capaz de entender, eso y mucho más.
Los dos dijeron algo acerca del regalo esperado que no llegaría, pero casi no tengo registro. Seguro lo prometieron para cuando las cosas pudieran acomodarse un poco.
Igual, la noche de mi cumpleaños dormí feliz. Envuelta en la fugacidad del soplo que apaga las velas y se abriga automáticamente con los tres deseos.
Si la espera se trata de confiar en que algo se va a recibir, esa vez mi sensación no era la de quedarme con las manos vacías. La bicicleta no estuvo pero para mi analista el regalo lo mismo había llegado. La caricia lacia de mis padres en mi pelo y la señal de que la nena madura comprendía las cosas era la mejor recompensa. Tenía que esperar a que todo se mejorara más adelante y recibir, o tal vez no, la bicicleta deseada. Una espera que por primera vez se fundía con el placer, porque el reconocimiento era para mí un buen adelanto.
Viéndolo a la distancia y ya con 31 años, siento que esa niña -que no recriminó nada- no esperó "con placer" sino que esperó "complacer". Al principio aquello que parecía digerirse sin esfuerzo, a la larga sólo se pudo festejar con un trago hecho con pastillas para la depresión.
Fue en un momento de mi terapia. No recuerdo muy bien como llegamos a eso mi analista y yo. Pero estábamos hablando de mi infancia, de eso estoy segura. De la familia y de los movimientos incomprensibles de mis padres que intentaba desentrañar en el correr de ese análisis.
En mi relato volví a ese cumpleaños del 89. Quería que me regalaran una bicicleta. Grande, de paseo y con canasto. Usaba hasta el momento la que había heredado de mi hermano mayor. La suerte que corremos los más chicos cuando el de arriba va descartando todo lo que ya no puede seguir usando por haber pegado de golpe el estirón.
Eran tiempos difíciles. La economía en crisis, hiperinflación y los saqueos que sucumbían a la ciudad revistiéndola de un negro estado de sitio, hacían que el país pareciera derrumbarse.
Mi mamá hizo una torta que nunca leudó y yo invité a mis amigas a tomar la leche. Sólo fueron dos, unas faltaron porque fue la semana de mayo más fría del año y otras desistieron porque sus padres prefirieron no salir a las calles del barrio que estaban custodiadas -como hacía años no pasaba- por patrullas policiales. Ese día, en casa no había regalo para mí. A mi papá las cosas no le estaban yendo muy bien y yo entendía, a esa altura ya era capaz de entender, eso y mucho más.
Los dos dijeron algo acerca del regalo esperado que no llegaría, pero casi no tengo registro. Seguro lo prometieron para cuando las cosas pudieran acomodarse un poco.
Igual, la noche de mi cumpleaños dormí feliz. Envuelta en la fugacidad del soplo que apaga las velas y se abriga automáticamente con los tres deseos.
Si la espera se trata de confiar en que algo se va a recibir, esa vez mi sensación no era la de quedarme con las manos vacías. La bicicleta no estuvo pero para mi analista el regalo lo mismo había llegado. La caricia lacia de mis padres en mi pelo y la señal de que la nena madura comprendía las cosas era la mejor recompensa. Tenía que esperar a que todo se mejorara más adelante y recibir, o tal vez no, la bicicleta deseada. Una espera que por primera vez se fundía con el placer, porque el reconocimiento era para mí un buen adelanto.
Viéndolo a la distancia y ya con 31 años, siento que esa niña -que no recriminó nada- no esperó "con placer" sino que esperó "complacer". Al principio aquello que parecía digerirse sin esfuerzo, a la larga sólo se pudo festejar con un trago hecho con pastillas para la depresión.
jueves, 15 de mayo de 2008
Belleza y felicidad
1984. Cargaba con el hoy pesadísimo walkman de mi tío. Me calzaba las polainas rayadas que me había tejido mi abuela y ponía con furia el casette de Flashdance. Repetía una y mil veces "What A Feeling” y “Maniac” y bailaba como loca. En ese delirio se condensaba la plena felicidad de mis siete años en los 80'. Y sin duda, soñaba despierta, con ser Jennifer Beals aunque sea por un rato.
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