

Pariente de la vergüenza, el ridículo, está tan sujeto a las convenciones propias como a las ajenas. Basta con tropezar, caer y salir ileso para que un puñado de ojos se fije a nuestro alrededor para comernos. No sería nada sin ese enjambre de miradas que esperan al asecho el traspié que ya entendemos como un gran papelón.Los ojos del otro son los que determinan y clasifican en todo momento lo que es y deja de ser ridículo. Golpean fuerte. Tanto como la ola capaz de arrasar con el corpiño del bikini para dejarnos al desnudo. Al aire y expuestos a las risas a veces contenidas otras no tanto.“Del ridículo es de lo único que no se vuelve”, dice siempre una amiga. Y ese viaje que en apariencia es sin retorno nos amenaza en cada recorrido.Que nadie se entere. ¿Me habrán visto?. Uy... que hice. Se clavan como espadas que cortan el aliento y potencian el rubor que sube rojo por los poros. Y como un tomate la cara se esconde pero no sólo de la del resto, también de la de uno mismo."¿Cómo vas a usar esa camiseta rota?" , dijo mi mamá. "¿Mira si tenes un accidente?" Por ahí pasaba el ridículo para ella. Lo mismo entendí cuando le supliqué que me dejara subir a la Alfombra Mágica del Parque de Diversiones. “La velocidad con la que uno se desliza te quemaría el pantalón hasta gastarlo”, fue su no rotundo. Supuse que eso le importaba más que si me partía la cabeza en la caída.Así fue, que durante muchos años lo ridículo se me presentó no como el vestido que se corre para descubrir lo que hay debajo, sino como una insoportable armadura de accesorios. Los que mi mamá me ponía cada vez que me sacaba a la calle.Salía de punta en blanco. Bien dicho, salía, porque nunca volvía a casa de la misma manera. Algunas veces por las corridas torpes que me entregaban con desprolijidad, otras porque yo misma no soportaba tanto arreglo y hacía lo posible por desacartonarme.Un pañuelo en el cuello, una cartera cruzada, medias en composé con hevillas y una infinidad de adornos que captaban las miradas. Halagadoras o burlonas me daban lo mismo. Eran muchas para mi gusto.Fui la dama antigua más producida de cada acto escolar. A la que por supuesto no le alquilaban el traje. De golpe, los retazos de una cortina vieja se convertían en mantilla y un cartón minuciosamente forrado con canutillos me coronaba con el peinetón que nunca se encontraría en una casa de cotillones.Horas de trabajo de mi mamá que suponían otras tantas mías paradas sobre una silla frente al espejo para cada ensayo anterior a la escena। Después salir y sobresalir.Con los años la cosa se me dió vueltas como una media. Ahora, cuando paso a visitar a mi mamá, no deja de sorpenderme en el modo en que espera para que la lleve a dar una vuelta.Cinturón en composé con sus zapatos y su cartera, collares de todo tipo alrededor del cuello, pulseras y anillos varios. Y la frase que nunca falta sale como un escupitajo de su boca: "Nena que sencillita. ¿Te pusiste colorete?".