
Era mi cumpleaños y como si algo de lo que podía suceder intuía, no estaba para festejos. Pero como siempre los amigos insisten en reuniones y cosas por el estilo.
Cuando todo terminó le pregunté si volvíamos juntos. Él estaba en bicicleta pero esta vez no me llevaba.
Subí al colectivo, hacía un frío helado y desde la ventanilla los autos se veían como un hilo que se desmadejaba a cada cuadra. Varias veces lo busqué a la par del vidrio pero nada, había desaparecido de golpe al tirón del pedal.
Como nunca extrañé viajar en bicicleta con sus brazos apretados cruzándome el cuerpo, por detrás, acariciando mi espalda, mientras los ojos se acurrucaban para mirarlo y el cuello se retorcía para tenerlo de frente.
Cuando llegué a casa estaba esperando en la puerta. No entendía porque hoy no habíamos planeado juntos en la bici, con esa rara sensación del viento que golpea y corta en la cara pero también despeja y despabila.
Entramos, preparé café, música y nos tiramos en la cama. No dijo demasiado sólo lo que no hubiese querido escuchar nunca. Pasó un rato su mano sobre mi espalda, como quien trata de calmar a una mula sobándole un poco el lomo. Pero el manoseo no provocó nada o lo hizo todo.
Lloré fuerte, a los gritos, aturdida por el eco de sus palabras, pocas pero justas, para que el cuerpo se hiciera un solo hueco donde cada paso de su mano se hundía y revolvía como un bisturí. Fui un agujero gris, vacío que se desparramó sin forma como un montón de lana apelmazada. Dije mucho más que él, cosas terribles, y seguí llorando a lo perro.
Apreté los ojos, ya no quería mirarlo. Los cerré y todo se nubló, se volvió tan oscuro, como si chocaran contra una muralla de plomo. Fue como estar contra la compuerta misma que suele separar el sueño de la vigilia, pero donde todavía el límite entre las dos dimensiones se hace borroso.
A lo lejos empecé a escuchar el llanto mezclado con queja que se ahogaba de a ratos en la panza de la almohada. Y de golpe distinguí la imagen de un ave de muchos colores, lo más parecida a un pavo real. Cada vez se hacía más clara y comprobé que era una figura formada por un conjunto de personas, como si se tratara de las composiciones que suelen aparecer perfectamente sincronizadas sobre el césped de un estadio en las aperturas de los mundiales o juegos olímpicos que uno suele seguir de chico por la tevé.
Hasta que aparecí en una de las hileras de plumas, la que estaba debajo, casi en la cola del pájaro hecho de gente. De a poco empecé a trepar y en cada fila que escalaba me detenía un momento, justo para teñirme de un color nuevo pero igual al de los que estaban al lado.
La secuencia duró unos segundos, ni siquiera pude retener la última tonalidad que absorbí, cuando volví a abrir los ojos.
Recordé a alguien que me dijo que “una de las tantas rutas hacia el poder es el soñar”. Después de esa alucinación ya no lloraba. Tenía la sensación de que el aire de la elevación me había secado la cara.