Era costumbre que durante la clase de Actividades Prácticas un grupo de alumnas nos sentáramos al final del salón. Una tejía una bufanda, otra bordaba un pañuelo y alguna moldeaba una cerámica fría entre los dedos. Mientras la maestra leía una revista y esperaba que pasara la hora, nosotras nos arrebolábamos en los últimos bancos para aprovechar lo único bueno que tenía la clase de manualidades: la charla de lo que creíamos en esos años era el sexo.
En mi casa esa palabra no se mencionaba y a esa altura yo no tenía idea de nada. En cambio, mis amigas que parecían mucho más sueltas y contaban con cierta información un día me contaron envueltas en una aureola de misterio aquello de la semillita.
Ese fue el primer capítulo de educación sexual y me pareció espantoso. Mi intuición me guió para entender qué cosa del hombre entraba en qué hueco de la mujer para depositar la bendita semilla que en mi cabeza tenía la forma y el tamaño de un grano de alpiste, el alimento que mi abuelo le daba cada día a sus canarios y que almacenaba en las latas dentro de un aparador.
Pero el segundo capítulo no tardó en llegar y fue un tanto peor que el primero. Una tarde de verano, salimos con mi amiga Laura a caminar por el barrio en busca de chicos con ganas de jugar al carnaval. Caminamos bajo el rayo de sol para que algún grupito de pibes nos tentara a correr tras el estruendo de una “bombucha”. Pero en las calles desiertas no pasaba nada.
Nos sentamos en un pedacito de sombra para ver si al fin se desataba la guerra de agua y apareció él. Pasaba montado a su bicicleta en medio de ese desierto rojo.
Pedaleaba, nos miró, dio la vuelta y volvió a pasar. Sin detenerse, hizo algunas maniobras en la bici, se apoyó con una sola mano en el manubrio y la que quedaba libre se la metió dentro del pantalón de jogging negro. Me miraba fijo y su boca balbuceaba cosas que yo no llegué a descifrar.
Hasta que de golpe sacó con esa misma mano que se sacudía de un lado al otro, una cosa amenazante, un objeto erguido, exótico, de un color indefinido pero que me pareció oscuro y que nunca había visto hasta ahí.
Mi amiga Laura creo que ni se dio cuenta de lo que estaba pasando delante de nuestros ojos.
En cambio, me paralicé. Me dio miedo, asco y una especie de curiosidad.