lunes, 30 de junio de 2008

La mala educación


Era costumbre que durante la clase de Actividades Prácticas un grupo de alumnas nos sentáramos al final del salón. Una tejía una bufanda, otra bordaba un pañuelo y alguna moldeaba una cerámica fría entre los dedos. Mientras la maestra leía una revista y esperaba que pasara la hora, nosotras nos arrebolábamos en los últimos bancos para aprovechar lo único bueno que tenía la clase de manualidades: la charla de lo que creíamos en esos años era el sexo.

En mi casa esa palabra no se mencionaba y a esa altura yo no tenía idea de nada. En cambio, mis amigas que parecían mucho más sueltas y contaban con cierta información un día me contaron envueltas en una aureola de misterio aquello de la semillita.

Ese fue el primer capítulo de educación sexual y me pareció espantoso. Mi intuición me guió para entender qué cosa del hombre entraba en qué hueco de la mujer para depositar la bendita semilla que en mi cabeza tenía la forma y el tamaño de un grano de alpiste, el alimento que mi abuelo le daba cada día a sus canarios y que almacenaba en las latas dentro de un aparador.

Pero el segundo capítulo no tardó en llegar y fue un tanto peor que el primero. Una tarde de verano, salimos con mi amiga Laura a caminar por el barrio en busca de chicos con ganas de jugar al carnaval. Caminamos bajo el rayo de sol para que algún grupito de pibes nos tentara a correr tras el estruendo de una “bombucha”. Pero en las calles desiertas no pasaba nada.

Nos sentamos en un pedacito de sombra para ver si al fin se desataba la guerra de agua y apareció él. Pasaba montado a su bicicleta en medio de ese desierto rojo.

Pedaleaba, nos miró, dio la vuelta y volvió a pasar. Sin detenerse, hizo algunas maniobras en la bici, se apoyó con una sola mano en el manubrio y la que quedaba libre se la metió dentro del pantalón de jogging negro. Me miraba fijo y su boca balbuceaba cosas que yo no llegué a descifrar.

Hasta que de golpe sacó con esa misma mano que se sacudía de un lado al otro, una cosa amenazante, un objeto erguido, exótico, de un color indefinido pero que me pareció oscuro y que nunca había visto hasta ahí.

Mi amiga Laura creo que ni se dio cuenta de lo que estaba pasando delante de nuestros ojos.
En cambio, me paralicé. Me dio miedo, asco y una especie de curiosidad.

miércoles, 4 de junio de 2008

Esperar con placer


El placer y la espera me parecían cosas incompatibles. Hasta que una vez conocí el lugar preciso donde el roce de las dos me producía una suerte de disfrute.
Fue en un momento de mi terapia. No recuerdo muy bien como llegamos a eso mi analista y yo. Pero estábamos hablando de mi infancia, de eso estoy segura. De la familia y de los movimientos incomprensibles de mis padres que intentaba desentrañar en el correr de ese análisis.
En mi relato volví a ese cumpleaños del 89. Quería que me regalaran una bicicleta. Grande, de paseo y con canasto. Usaba hasta el momento la que había heredado de mi hermano mayor. La suerte que corremos los más chicos cuando el de arriba va descartando todo lo que ya no puede seguir usando por haber pegado de golpe el estirón.
Eran tiempos difíciles. La economía en crisis, hiperinflación y los saqueos que sucumbían a la ciudad revistiéndola de un negro estado de sitio, hacían que el país pareciera derrumbarse.
Mi mamá hizo una torta que nunca leudó y yo invité a mis amigas a tomar la leche. Sólo fueron dos, unas faltaron porque fue la semana de mayo más fría del año y otras desistieron porque sus padres prefirieron no salir a las calles del barrio que estaban custodiadas -como hacía años no pasaba- por patrullas policiales. Ese día, en casa no había regalo para mí. A mi papá las cosas no le estaban yendo muy bien y yo entendía, a esa altura ya era capaz de entender, eso y mucho más.
Los dos dijeron algo acerca del regalo esperado que no llegaría, pero casi no tengo registro. Seguro lo prometieron para cuando las cosas pudieran acomodarse un poco.
Igual, la noche de mi cumpleaños dormí feliz. Envuelta en la fugacidad del soplo que apaga las velas y se abriga automáticamente con los tres deseos.
Si la espera se trata de confiar en que algo se va a recibir, esa vez mi sensación no era la de quedarme con las manos vacías. La bicicleta no estuvo pero para mi analista el regalo lo mismo había llegado. La caricia lacia de mis padres en mi pelo y la señal de que la nena madura comprendía las cosas era la mejor recompensa. Tenía que esperar a que todo se mejorara más adelante y recibir, o tal vez no, la bicicleta deseada. Una espera que por primera vez se fundía con el placer, porque el reconocimiento era para mí un buen adelanto.
Viéndolo a la distancia y ya con 31 años, siento que esa niña -que no recriminó nada- no esperó "con placer" sino que esperó "complacer". Al principio aquello que parecía digerirse sin esfuerzo, a la larga sólo se pudo festejar con un trago hecho con pastillas para la depresión.