lunes, 31 de diciembre de 2007

De balances y deseos

Diciembre es un mes vaivén. Un péndulo gigante nos hamaca de lado a lado en esta época.
El blanco y el negro. Lo bueno y lo malo. Lo hecho y lo inacabado. Aparecen como extremos y se contraponen.
Casi como los platillos de una balanza subimos, bajamos y al fin encontramos enclave perfecto en alguno de los polos. La búsqueda del equilibrio siempre, pero nunca el equilibrio justo. Como las balanzas, los balances no acostumbran a nivelar y tampoco conocen de matices.
Al hacer un balance y en estas fechas solemos hacer alguno, repasamos cuentas, trazamos números angustiosos que nos hunden la mayoría de las veces exactamente debajo en la balanza.
El amor que no fue, el trabajo que no conseguimos, el reconocimiento que no llegó, la pérdida de alguien cercano. La lista continúa y puede ser todavía peor si caemos en la idea de hacer un arqueo de caja, un cierre antes de terminar el año.
Detesto los balances porque hacen aflorar las derrotas, y porque a esas derrotas les damos más importancia que a cualquiera de las conquistas obtenidas.
Por eso al balance prefiero el deseo. Que está claro, puede no cumplirse y como dicen los analistas es lo que no termina de satisfacerse.
Pero por suerte es lo que mueve, empuja y alimenta la búsqueda de aquello que nos complete.
Encontrar lo que se ha buscado por largo tiempo produce una sensación casi de orgasmo. Hurguetear sobre el camino como en un viejo lugar de usados y encontrar lo que no buscábamos nos sorprende todavía más por no imaginar su existencia.
Por un 2008 - y toda una vida- en que no abandonemos las búsquedas, el deseo, las sorpresas y dejemos al costado por fin los malditos balances.
¡Felíz año para todos!

viernes, 21 de diciembre de 2007

Mi Navidad

No le doy un beso a cualquiera, no finjo alegría, no arrojo fuegos artificiales.
Las fotos me tocan como los rayos diferidos de una estrella. Cada cosa que esconden y que revelan, las voces y los silencios parten como radiaciones cuando las miro. Si me detengo en aquellas que capturan momentos de mi infancia siento iniciar un viaje a través del tiempo. Lugares, personas, calles que ya no piso, pero que salvajemente me acercan a esos segundos encerrados en una imagen. Las fiestas de Navidad en la calle donde vivía mi abuela son uno de esos recuerdos que laten detrás de las fotos.
El griterío de los vecinos cuando sacaban la mesa a la vereda y la unían a las de al lado para encontrarse en medio de una gran mezcla de platos y sabores. La ansiedad adrenalínica con que esperaba la llegada de esa noche. La música, el baile, los premios y el sorbo de sidra a escondidas de los grandes hacían de mí un remolino que arrasaba y no se detenía hasta el fin de la fiesta.
Por años sentí que en la calle, que en realidad era una cortada, donde vivía mi abuela sucedían cosas que tenían que ver con el orden de la ilusión o los sueños.
No por azar el pasaje todavía se llama Olimpo, como el monte más alto de Grecia, que quiere decir "el luminoso".
Con todo aquello esa cortada parecía convocar en un ritual que sucedía ante mis ojos de animé japonés a todos los dioses olímpicos juntos.
Ahí vi por primera vez a los seis años a Papá Noel y unos días más tarde a los Reyes Magos que llegaban para entregar regalos a todos los chicos del barrio que estábamos presentes. Todavía no entendía porqué en lugar de pasar por mi casa -donde con dedicación dejaba los respectivos recipientes con pasto y agua- lo hacían sólo por esa calle.
Pero mi fascinación era tan grande que no dejaba espacio para inquietudes como esas. Recién con el paso del tiempo supe que una vecina de mi abuela -la misma que se encargaba de conseguir los números musicales para cada fiesta- era amiga del Negro Baltazar y los contrataba cada año.
A esa altura todavía me gustaba festejar la Nochebuena. Y como en el cuento de Truman Capote, Una Navidad, apenas el reloj marcaba las doce miraba el cielo con la esperanza de ver las estrellas destellar y soñaba con los ojos abiertos que la nieve caía entre las estrellas.
Pero casi como en el relato de Capote, llegó un año en que no sólo las estrellas dejaron de brillar para mí en esa fecha, sino que también la nieve se arremolinó dentro mío.
Es que la mesa de los vecinos se restringió con el tiempo. Al principio porque muchos ya eran mayores y de a poco fueron muriendo y más tarde porque los que quedaron no pudieron limar las rivalidades de la convivencia diaria y en los pliegues de la rutina las peleas le fueron ganando terreno a la fiesta de fin de año.
Llegué a cumplir doce años con la sensación de que la familia que había conocido y con la cual compartía esas vivencias era inmortal. Pero casi al mismo tiempo en que uno deja de pensar que los padres son sus héroes favoritos esa sensación se empezó a evaporar tan rápido como una estrellita navideña que se agita en forma de círculo por el aire.
Entonces, la mesa ampliada se hizo más chica y familiar pero no por eso más íntima y armoniosa. Por el contrario, creo que desde que empecé a transitar la adolescencia mi papá no pasa una Navidad sentado a la mesa.
Apenas nos disponemos a cenar cualquier excusa, hasta la más ínfima, le sirve de puntapié para salir eyectado de la silla y caer en la cama rendido hasta el día siguiente.
Entonces, mi mamá sirve los platos fríos como si nada, mi tía entrega los regalos, con mis hermanos discutimos un poco pero a las doce todos brindamos y salimos, casi como un pacto que nunca se rompe, a la vereda a ver los fuegos artificiales que estallan en el cielo.
La escena, que parece cuanto menos tonta, me llevó largas sesiones de terapia para desentrañar que mi papá no se animaba a decirle no a la cena de Navidad. En lugar de elegir irse a la cama, forzaba hasta último momento su decisión. Como una olla a presión se exponía a fuego lento hasta explotar y así poder irse sin tener que dar explicaciones.
Llegué a pensar que el problema es que hay una sola Navidad. Y es la misma para los agnósticos, ateos o creyentes. ¿Sería más fácil si no existiera la Navidad?
Entonces, empecé a suponer que debía ser más sencillo rendirse ante el esperíritu de la liturgia navideña, para personas como mi mamá salpicadas de cierto espíritu religioso o para mujeres como mi tía que lectora de Para Ti usa el tiempo para vestirse para “una noche de Fiesta”.
Como si se tratara de que para aquellos a los que no les fue concedida la gracia de la fe ni la paz de la estupidez, la Navidad concentrara casi como en un “Sabor 15” un núcleo difícil de emociones habitualmente dispersas.
Porque lo que le pasa a mi papá de manera repetida la noche del 24 de diciembre de cada año parece ser que le sucede a muchas otras personas. Y sobretodo se agudiza en los meses de noviembre y diciembre a medida que avanzan los villancicos y las vidrieras de los centros comerciales se inundan de bolas rojas, verdes y doradas.
Desde el diván pude diagnosticarme hace un tiempo que como para mi papá la Navidad es un mal trago. Pero por suerte no me voy a la cama. Elijo con quién quiero pasarla
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jueves, 13 de diciembre de 2007

Imagen


Te miro y me miras.

Nuestro ojos se encuentran.

Se unen, se cruzan, se vuelven cada vez más grandes.

Miro la sombra de tu cuerpo, que poco a poco se acerca al mío, para formar una sola sombra. Una sola carne profunda y exacta.

Mis manos tratan de hundirse en la inmensidad de tu pelo.

Cada palabra fluye ahogada en un mismo aliento.

Apoyo mi boca sobre la tuya, para besarte, alcanzarte, sentirte contra mí.

Y es en ese instante, cuando percibo la frescura de una fina capa de agua que nos divide.

Mientras tu imagen se desvanece en el fondo de la fuente.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

El infierno de los vivos



El infierno de los vivos no es algo que será: existe ya aquí y es el que habitamos todos los días, el que formamos estando juntos. Dos formas hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y convertirse en parte de él hasta el punto de dejar de verlo ya. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio.

Italo Calvino - Las ciudades invisibles

jueves, 29 de noviembre de 2007

Amor frustrado II: El pájaro

El no había hablado en casi toda la noche. Llegó al bar con un amigo, mucho más tarde que el resto y se sentó casi en la otra punta de la mesa que no era demasiado larga pero lo alejaba lo suficiente.
Era mi cumpleaños y como si algo de lo que podía suceder intuía, no estaba para festejos. Pero como siempre los amigos insisten en reuniones y cosas por el estilo.
Cuando todo terminó le pregunté si volvíamos juntos. Él estaba en bicicleta pero esta vez no me llevaba.
Subí al colectivo, hacía un frío helado y desde la ventanilla los autos se veían como un hilo que se desmadejaba a cada cuadra. Varias veces lo busqué a la par del vidrio pero nada, había desaparecido de golpe al tirón del pedal.
Como nunca extrañé viajar en bicicleta con sus brazos apretados cruzándome el cuerpo, por detrás, acariciando mi espalda, mientras los ojos se acurrucaban para mirarlo y el cuello se retorcía para tenerlo de frente.
Cuando llegué a casa estaba esperando en la puerta. No entendía porque hoy no habíamos planeado juntos en la bici, con esa rara sensación del viento que golpea y corta en la cara pero también despeja y despabila.
Entramos, preparé café, música y nos tiramos en la cama. No dijo demasiado sólo lo que no hubiese querido escuchar nunca. Pasó un rato su mano sobre mi espalda, como quien trata de calmar a una mula sobándole un poco el lomo. Pero el manoseo no provocó nada o lo hizo todo.
Lloré fuerte, a los gritos, aturdida por el eco de sus palabras, pocas pero justas, para que el cuerpo se hiciera un solo hueco donde cada paso de su mano se hundía y revolvía como un bisturí. Fui un agujero gris, vacío que se desparramó sin forma como un montón de lana apelmazada. Dije mucho más que él, cosas terribles, y seguí llorando a lo perro.
Apreté los ojos, ya no quería mirarlo. Los cerré y todo se nubló, se volvió tan oscuro, como si chocaran contra una muralla de plomo. Fue como estar contra la compuerta misma que suele separar el sueño de la vigilia, pero donde todavía el límite entre las dos dimensiones se hace borroso.
A lo lejos empecé a escuchar el llanto mezclado con queja que se ahogaba de a ratos en la panza de la almohada. Y de golpe distinguí la imagen de un ave de muchos colores, lo más parecida a un pavo real. Cada vez se hacía más clara y comprobé que era una figura formada por un conjunto de personas, como si se tratara de las composiciones que suelen aparecer perfectamente sincronizadas sobre el césped de un estadio en las aperturas de los mundiales o juegos olímpicos que uno suele seguir de chico por la tevé.
Hasta que aparecí en una de las hileras de plumas, la que estaba debajo, casi en la cola del pájaro hecho de gente. De a poco empecé a trepar y en cada fila que escalaba me detenía un momento, justo para teñirme de un color nuevo pero igual al de los que estaban al lado.
La secuencia duró unos segundos, ni siquiera pude retener la última tonalidad que absorbí, cuando volví a abrir los ojos.
Recordé a alguien que me dijo que “una de las tantas rutas hacia el poder es el soñar”. Después de esa alucinación ya no lloraba. Tenía la sensación de que el aire de la elevación me había secado la cara.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Pequeñas cosas que extraño


En estos días se me vinieron a la cabeza tres cosas que hace muchos pero muchos años no hago. Eran esos mínimos placeres que de niña me hacían sentir un disfrute casi irrepetible.

1- Llenar un balde completo de bombitas de agua de todos los colores posibles.

2- Acariciar la blandura del brazo arrugado y flácido de mi abuela.

3- Cantar o hablar de frente al ventilador hasta sentir mi voz metálica y distorsionada.


Aunque un tanto adulta a la 1 y a la 3 hoy podría volver a hacerlas, pero la 2 se me complicaría repetirla. Así de nostálgica la tarde de hoy: ¿qué cosas de la infancia quisieran volver a hacer?

viernes, 16 de noviembre de 2007

El cuarto oscuro


El cuarto oscuro, le decíamos. Y nada tenía que ver con el lugar destinado al sufragio. Era un juego inventado al calor de un verano con mis primos. Uno se quedaba afuera de la habitación mientras los demás nos escondíamos en la profundidad oscura de los muebles y los objetos apilados.
La pieza elegida era la que estaba al fondo. La última de la casa chorizo donde vivía mi abuela. Las más chica y plagada de cosas en desuso llena de un pasado que nadie estaba dispuesto a borrar.
Con mis primos conocíamos minuciosamente el territorio y cada uno de sus huecos. Todos teníamos algún escondite estratégico, pero el ocultamiento se hacía difícil si alguien ya se había apropiado del lugar. Un pisotón en la cabeza de otro, un codazo y el desmoronamiento de las sábanas que cubrían la cómoda interrumpían el juego. Llantos, gritos y hacer las paces para empezar de nuevo.
A la cuenta de diez el que estaba en guardia atravesaba la puerta y con ella la espesa oscuridad para emprender la búsqueda.
Dos cosas hacían falta para se iniciara el juego: el aburrimiento y la densidad de una tarde de verano. Porque en verdad ninguna otra época del año hacía tan propicio ese recreo.
El juego empezaba cuando todos dormían la siesta y el cuarto se cerraba para convertirse en el más fresco de toda la casa.
Ni un rayo de sol entraba por las hendijas de la ventana. Sólo el contorno y las sombras de nuestros cuerpos movedizos, escondidos, frotándose.
Nos hundíamos ahí sin vernos, para buscar y encontrar al otro.

lunes, 12 de noviembre de 2007

La hija de la lágrima






"De cara a la pared"

Casi como la leyenda mexicana de La Llorona, Lhasa de Sela –hija de madre americana y padre mexicano, nacida y criada entre esas dos tierras– nos hipnotiza con su canto. Esta mujer de 35 años traduce a un alma en pena que embruja y atrapa con sus sonidos tristes, melancólicos y siempre al borde del desgarro.

martes, 6 de noviembre de 2007

Cuando nos enamoramos

Notarán que cuando nos enamoramos apuntamos a una extraña paradoja, y esta consiste en que cuando nos enamoramos buscamos reencontrar a todas o algunas de las personas a quienes estábamos unidos desde niños.
Por otro lado pedimos a la persona amada que corrija los errores que cometieron nuestros padres o hermanos. Por eso ese amor en sí mismo es una contradicción, el intento de retornar al pasado y el intento de rehacerlo.

Marguerite Yourcenar

viernes, 2 de noviembre de 2007

Anoche soñé con Björk

Aunque no es habitual que sueñe con gente reconocida mundialmente, a veces me ocurre. Pero cuando me sucede, tal como ocurre con la mayoría de los sueños, suelo cambiarle la cara o el rol que esas personalidades de importancia tienen en esta vida. Así, por las noches cuando ciertos famosos se me aparecen lo hacen convertidos en personas de mi entorno más cotidiano: familiares, amigos, parejas o compañeros de trabajo.
Pero esta vez fue distinto. En plena noche Björk entró a la cocina de mi casa mientras yo, desvelada toda, fumaba un cigarrillo. En medio de la oscuridad se oían sus pequeños pasitos y su shshshshshshsh como pidiendo silencio para empezar a cantar.
Yo la observaba pero ella no se percataba de mi presencia y empezaba a cantar pegando saltitos entre las alacenas. Me desperté con la misma sensación que me dejó la película Bailarina en la oscuridad: "No estamos perdidos si esta no es la última canción".






domingo, 28 de octubre de 2007

Detesto las despedidas de soltera


"La novia y el sueño del falo gigante"


Hay pocas cosas que me parecen tan patéticas como las despedidas de solteras. Por suerte como la mayoría de mis amigas están o solas o en convivencia desde hace años sin haber pasado ni por civil, ni por iglesia y habiéndose ahorrado las pompas de un casamiento, el festejo de la última noche de soltería se da en mi vida como decía mi abuela “cada muerte de obispo”.
Las despedidas de soltera que fui invitada las puedo contar con los dedos de la mano y a Dios gracias hay ocho que me sobran.
A la primera fue imposible no asistir. Se trataba de la de mi mejor amiga del secundario que apenas terminamos de estudiar decidió casarse como todas suponíamos con el novio del barrio de toda la vida. Para colmo no sólo invitó a las amigas sino también y como si fuera poco a las mujeres de su familia: hermanas, madre, abuela y tías. Un horror.
El lugar era una especie de baño sauna decorado con motivos faraónicos, música tropical, cerveza, pollo relleno con guarnición de papas con crema y de postre algo muy parecido a la casatta.
Debo reconocer que lo que más me gustó es que en esa especie de cantina decadente no sólo había despedidas de mujeres, sino que también había grupos de hombres haciendo lo propio con sus amigos. Aunque no tenía mucha onda, reconozco que esa noche parecía que no me iría tan mal. En las cercanías de la pista de baile me puse a hablar con un muchacho que andaba un poco perdido como yo y alejándonos un poco de la horda nos besamos un rato hasta que de pronto un amigo suyo, el que se casaba precisamente, fue arrojado al aire en son de festejo y se partió la frente con un artefacto de la luz. Acto seguido: los muchachos salieron todos corriendo al hospital con el novio malherido. Resultado: el desconocido que recién había besado partió junto a la ambulancia.
Por último, le escapé al trencito carioca lo más que pude pero no logré evitar ser fotografiada con mi grupo de amigas, al centro la novia con calabacita tallada en forma de pene, regalo del verdulero de su tía.


"Algunas de las manualidades que se entregan en estos eventos"


Con esa única despedida en mi haber, el viernes pasado me dirigí a la segunda y espero que última de las festicholas para despedir a una soltera, esta vez del trabajo. Aunque nunca imaginé que mi compañera se iba a casar con todo: civil, iglesia, fiesta y despedida. Desde que recibí la tarjeta comprendí que la cosa se venía completa. Y así fue.
La cita era en casa de su hermana, organizadora de todo el paquete, para vestirla y adornarla y luego un bar donde se estilan despedir a las que se casan. Sólo en estos momentos agradezco no tener hermanas mujeres porque creo que son las que se empecinan en maquinar cosas que a una terminan por arruinarle gran parte de la vida.
Con una pastillita, porque no me iba a ser nada fácil pasar ese trago sin nada, emprendí la marcha.


"Un ejemplo de repostería ¿erótica?"

Trataba de estirar los pasos para llegar tarde o nunca. Toqué timbre y enseguida salió la hermana de mi compañera con un collar de piñas que en poco tiempo lo vi en rollado en el cuello de la novia. Mientras tanto, otra inflaba unos forros que luego irían a parar a la cabeza de la susodicha y por último unas medias de red, con un vestido a lunares tipo hormiguita viajera. Ahí empezamos a beber y creo que lo hice más de la cuenta pero ya era demasiado tarde.
En un auto, yo ni siquiera acepté poner el mío, fuimos creo que tocando bocina todo el viaje hasta el bar de la despedida. Ahí, una jauría de solteras despedían su noche con un rebaño de chicas que se notaba habían competido toda la noche para ver quien ridiculizaba más a sus amigas. Un hada madrina con una varita mágica que tenía un pene en la punta, una mujer policía con un machete más que fálico, y una colegiala con una paleta con el mismo motivo. Todo un culto a la falta de originalidad total, al festejo prefabricado y para nada genuino.

Nos sentamos y seguimos tomando hasta que llegó lo peor: los stripers. Creo que las únicas veces que vi shows del estilo fue en boliches adonde solía ir con mis amigos gay.
Ahí, toda la manada femenina comenzó a gritar desaforadamente y a moverse como al ritmo de convulsiones.
A esa altura ya me estaba dando cuenta que el alcohol que tenía encima era excesivo. Como pude me arrastre al baño entre los contoneos de las chicas, los disfraces de las solteras que dejarían de serlo y las prendas que los muchachos revoleaban a la tropa. Cuando llegué al cubículo me abracé al inodoro y antes de vomitar grité: ¡Odio las despedidas de soltera!

viernes, 14 de septiembre de 2007

Solidaridades


En un matrimonio, el sexo es la primera de las solidaridades que se pierden. Después siguen las demás.

martes, 4 de septiembre de 2007

El telo

Música ambiental, paredes forradas de espejos, cortinas de raso, videos porno, objetos kitsch. Con todos sus ornamentos las habitaciones de los telos, desde siempre, sirvieron como refugio de placer y como rienda para cabalgar algún encuentro sexual. Porque si hay algo que otorga el nicho de un telo a través de toda esa puesta en escena es lo que todos van a buscar: la clandestinidad.
Las ofertas son muchas y a veces a modo de combo uno puede aprovechar una suitte temática (las hay egipcias, amazónicas, deportivas, tuercas, romanas) a menor costo si el encierro sexual se acomoda de lunes a viernes. Aunque denostados los albergues transitorios tienen lo suyo. Si la rutina diaria dispersa el deseo el cuarto de hotel lo concentra. Quizás por eso el ardor por horas que entrega el encuentro entre esas cuatro paredes nunca pasa de moda.

jueves, 30 de agosto de 2007

Visita nocturna

Hoy me desperté en ese delgado espacio que deja el sueño y la vigilia. Cuando abrí los ojos me vi moviendo pesadamente una mano, la derecha, para espantar una cucaracha con la que estaba soñando. Mientras el insecto era parte de una imagen onírica, mi mano revoloteaba de la almohada al aire para echarla.
En el sueño la cucaracha estaba cerca, casi había tocado mi cuello, por eso cuando vi que mi mano se agitaba no pude dejar de sentir la sensación del cuerpito mojado del bicho que, sólo en sueños, había pasado por parte de mi cara.
Una vez repuesta y despierta me acordé de mi casa de la infancia donde la señal de que llegaba el verano se hacía sentir con la aparición invasiva de las cucarachas.
Y ese recuerdo me trajo algo, por no decir lo único, que me enseñó mi madre: el arte de matar cucarachas.
Con una tranquilidad casi pasmosa aprendí con tal sólo mirarla a aplastar sin miedo a la cucaracha. Soportar el crujir que sale del bicho cuando se lo apretuja contra el suelo. Después agarrarla entre los dedos con un trozo de papel higiénico y por último arrojarla al inodoro. Sin culpa ni conmoción.

lunes, 27 de agosto de 2007

Amor frustrado I - La papa



Ese día me comí una papa। Estaba tan angustiada que cuando llegué a casa le pedí a mi mamá que me hirviera una papa, que vendría a ser algo así como el alimento prohibido de cualquier dieta. Tenía quince años, iba a un colegio religioso de clase media tirando a alta y entre mis cuarenta compañeras se había creado una especie de psicosis: todas nos veíamos gordas aunque no lo éramos. “Tengo que ser flaca, flaca, flaca, flaca… ni un kilo de más”, decía una canción del programa Jugáte Conmigo y yo hacía todo lo posible por seguir el mandato al pie de la letra.
Hasta ese momento nunca había tenido una historia con un chico, no me interesaba ponerme de novia. Era una mezcla rara. Por un lado, había vivido muchas cosas, incluso algunos viajes al exterior, pero por el otro era como muy inocentona en relación con todo lo que tenía que ver con mi cuerpo. Era desenvuelta en teoría pero si me tocaban me moría.
En esa época conocí a Hernán. Lo vi por primera vez en el boliche y no lo pude creer. “Es hermoso, estoy viendo a un ángel”, le dije a mi amiga Pili. Ella me contó quien era, a que colegio iba y donde vivía. Al día siguiente busqué su teléfono en la guía y después de errarle varias veces, logré ubicarlo.
Cuando di con él, no le dije mi nombre porque no quería que me reconociera. La charla se extendió durante una hora y me pidió que volviera a llamarlo.
A partir de ahí, el juego empezó a formar parte de mi cronograma cotidiano. Salía del colegio a las cinco de la tarde y a las y cuarto tenía inglés y en lugar de tomar la leche en esos quince minutos lo llamaba. Hablamos durante casi un año. Nos contábamos todo y hasta le hice alguna que otra escena de celos a través del tubo.
Se generó una cosa muy extraña y terrible al mismo tiempo, porque yo podía mirarlo pero no permitía que él me viera, por toda esa cuestión de sentirme gorda y fea. Y lo reconozco, estaba un poco loca, pero a pesar de eso había muchos sentimientos de por medio. La relación que entablamos era tan fuerte, que un día me entero que muere su abuela y lo llamo. El no había querido hablar con nadie, pero me atiende: “Sos la única personaron la que quería charlar”, me dijo y se puso a llorar.
Pasó el tiempo y le confesé a Pili lo de los llamados, ella se lo contó y el quiso conocerme. Yo creí que me moría. Para mí no era el momento, no estaba preparada. Iba al gimnasio todos los días y casi no comía para estar bien flaca. Repito, no estaba gorda, pero en ese momento creí que todo ese sacrificio iba a hacer de mí otra persona. El me llamó y quedamos en vernos un viernes. Desde el martes no probé bocado para no tener panza, mis amigas me alisaron el pelo y me puse una mini que me quedaba bárbara. Nos encontramos en el boliche, él estaba espléndido, yo parecía una ameba.
Nos miramos, bailamos poco y esa noche nos fuimos de la mano. Me dijo cosas muy dulces pero no nos dimos ni un beso. Todo lo que estaba pasando era demasiado, pero me gustaba.
A partir de ese encuentro mi amiga Pili empezó a tener una actitud muy extraña. No se despegaba de nosotros y las salidas eran de a tres. Hasta que una mañana, en el colegio, ella me dijo que sentía cosas por Hernán. Yo no lo podía creer, pero le aseguré que íbamos a superarlo, porque para mí era muy importante la amistad que teníamos. Como no se sentía bien se fue antes de hora. A la tarde fui a buscarla porque necesitaba seguir hablando del tema.
Su casa tenía un gran ventanal de vidrio que daba al living. Me asomé y vi a Pili y a Hernán besándose, recostados en un sillón. Fue horrible. El cielo estaba gris. Llovía. No me tomé el siete, como hacía siempre, caminé bajo la lluvia, necesitaba mojarme. Ese día me comí una papa.

viernes, 24 de agosto de 2007

Anteojos negros


Hoy es uno de esos días en que por esas cosas de la vida las gafas se me pusieron de un tono multicolor. No se cuanto durará. Espero que sea un lapso medianamente largo hasta que aparezca la oscuridad.

sábado, 18 de agosto de 2007

Miedo


Miedo de ver una patrulla policial detenerse frente a la casa।Miedo de quedarme dormido durante la noche.Miedo de no poder dormir.Miedo de que el pasado regrese.Miedo de que el presente tome vuelo.Miedo del teléfono que suena en el silencio de la noche muerta.Miedo a las tormentas eléctricas.Miedo de la mujer de servicio que tiene una cicatriz en la mejilla.Miedo a los perros aunque me digan que no muerden.¡Miedo a la ansiedad!Miedo a tener que identificar el cuerpo de un amigo muerto.Miedo de quedarme sin dinero.Miedo de tener mucho, aunque sea difícil de creer.Miedo a los perfiles psicológicos.Miedo a llegar tarde y de llegar antes que cualquiera.Miedo a ver la escritura de mis hijos en la cubierta de un sobre.Miedo a verlos morir antes que yo, y me sienta culpable.Miedo a tener que vivir con mi madre durante su vejez, y la mía.Miedo a la confusión.Miedo a que este día termine con una nota triste.Miedo a despertarme y ver que te has ido.Miedo a no amar y miedo a no amar demasiado.Miedo a que lo que ame sea letal para aquellos que amo.Miedo a la muerte.Miedo a vivir demasiado tiempo.Miedo a la muerte.Ya dije eso.


Raymond Carver

miércoles, 15 de agosto de 2007

El ridículo



Pariente de la vergüenza, el ridículo, está tan sujeto a las convenciones propias como a las ajenas. Basta con tropezar, caer y salir ileso para que un puñado de ojos se fije a nuestro alrededor para comernos. No sería nada sin ese enjambre de miradas que esperan al asecho el traspié que ya entendemos como un gran papelón.Los ojos del otro son los que determinan y clasifican en todo momento lo que es y deja de ser ridículo. Golpean fuerte. Tanto como la ola capaz de arrasar con el corpiño del bikini para dejarnos al desnudo. Al aire y expuestos a las risas a veces contenidas otras no tanto.“Del ridículo es de lo único que no se vuelve”, dice siempre una amiga. Y ese viaje que en apariencia es sin retorno nos amenaza en cada recorrido.Que nadie se entere. ¿Me habrán visto?. Uy... que hice. Se clavan como espadas que cortan el aliento y potencian el rubor que sube rojo por los poros. Y como un tomate la cara se esconde pero no sólo de la del resto, también de la de uno mismo."¿Cómo vas a usar esa camiseta rota?" , dijo mi mamá. "¿Mira si tenes un accidente?" Por ahí pasaba el ridículo para ella. Lo mismo entendí cuando le supliqué que me dejara subir a la Alfombra Mágica del Parque de Diversiones. “La velocidad con la que uno se desliza te quemaría el pantalón hasta gastarlo”, fue su no rotundo. Supuse que eso le importaba más que si me partía la cabeza en la caída.Así fue, que durante muchos años lo ridículo se me presentó no como el vestido que se corre para descubrir lo que hay debajo, sino como una insoportable armadura de accesorios. Los que mi mamá me ponía cada vez que me sacaba a la calle.Salía de punta en blanco. Bien dicho, salía, porque nunca volvía a casa de la misma manera. Algunas veces por las corridas torpes que me entregaban con desprolijidad, otras porque yo misma no soportaba tanto arreglo y hacía lo posible por desacartonarme.Un pañuelo en el cuello, una cartera cruzada, medias en composé con hevillas y una infinidad de adornos que captaban las miradas. Halagadoras o burlonas me daban lo mismo. Eran muchas para mi gusto.Fui la dama antigua más producida de cada acto escolar. A la que por supuesto no le alquilaban el traje. De golpe, los retazos de una cortina vieja se convertían en mantilla y un cartón minuciosamente forrado con canutillos me coronaba con el peinetón que nunca se encontraría en una casa de cotillones.Horas de trabajo de mi mamá que suponían otras tantas mías paradas sobre una silla frente al espejo para cada ensayo anterior a la escena। Después salir y sobresalir.Con los años la cosa se me dió vueltas como una media. Ahora, cuando paso a visitar a mi mamá, no deja de sorpenderme en el modo en que espera para que la lleve a dar una vuelta.Cinturón en composé con sus zapatos y su cartera, collares de todo tipo alrededor del cuello, pulseras y anillos varios. Y la frase que nunca falta sale como un escupitajo de su boca: "Nena que sencillita. ¿Te pusiste colorete?".

martes, 14 de agosto de 2007

Casa tomada


“Timbre”, decía en la puerta. Para mi asombro no había ninguno. Un tornillo oxidado enroscado de un alambre cumplía la función de llamador si uno lo azotaba contra la chapa.
Golpear en esa casa hasta parecía una formalidad. Las puertas estaban sin llave durante todo el día.
Después de chocar varias veces el timbre tornillo y no tener respuesta entré. El pasillo era ancho, con algunas baldosas rotas y a mitad de camino, a la izquierda, otra puerta más. Esta tenía un candado pero tampoco tenía llave. Por ahí se llegaba directo al patio. Una soga lo atravesaba de lado a lado con ropas y frazadas expuestas a la lluvia, que en esos días no paraba.
Desde hace un tiempo la casa como lo declaran las impresiones en alguna de sus paredes está okupada.
Desde el patio se podía tener un registro casi total de las demás instalaciones. El altillo, la cocina, el baño y un par de piezas. Casi a la intemperie, en un rincón -el único con alero para frenar el agua- una perra flaca amamantaba a unas cinco o seis crías.
Me metí en la habitación más grande. En la pared lateral dos peces pintados parecían estar alertas a cualquier movimiento. Uno con dientes como de piraña y ojos desorbitados, otro con una boca más simpática que despedía algunas burbujas. Sobre el piso un colchón de dos plazas, de esos pesados, rellenos de lana. Juguetes desparramados, un acordeón y una guitarra eléctrica un poco desvencijada.
Cuando entré llovía a cántaros. Ya no. Una línea de sol hace un surco justo donde una planta de marihuana empuja para crecer.

lunes, 13 de agosto de 2007

Nylon



Mis dedos se desplazan sobre el nylon cuadriculado del envoltorio. Lo acarician y lo frotan.
Durante un rato bailan de un lado al otro del relieve transparente. Casi al azar eligen uno de los pequeños compartimentos inflados y se detienen en su centro. En el punto justo donde el aire se amontona y forma una panza. Ahí, las yemas se hunden y presionan con fuerza.
Revienta uno, después el de la hilera de arriba y más tarde el de al lado. Cada mínimo estallido del nylon escupe el contenido que le da forma. Y en ese escupitajo algo de mi cabeza parece también salir despedido.
Explota otro y otro más. La fuerza de mis dedos aumenta y la sensación de que todo debe salir los mueve instintivamente hacia los casilleros que todavía no fueron tocados.
Alcanzarlos y eliminar el relleno. Sacar afuera, aunque más no sea a través del aire encerrado en cada fracción del envoltorio, aquello que me aprisiona. Desinflar, descomprimir hasta que sobrevenga el vacío. Reventar hasta el último y sentir que el cuadriculado se desinfla leve entre mis dedos. Y acaso en el final, cuando mi cabeza no esté del todo deshinchada ir por otro nylon intacto para empezar de nuevo.