sábado, 5 de julio de 2008

Intervalo


El nomadismo consiste no tanto en carecer de hogar, como en ser capaz de recrear el propio hogar en cualquier parte.
Me tomo un lapso de tiempo, me llevo mis pertenencias esenciales y no tengo dudas que en otro momento podré recrear una base hogareña en otro lugar.

lunes, 30 de junio de 2008

La mala educación


Era costumbre que durante la clase de Actividades Prácticas un grupo de alumnas nos sentáramos al final del salón. Una tejía una bufanda, otra bordaba un pañuelo y alguna moldeaba una cerámica fría entre los dedos. Mientras la maestra leía una revista y esperaba que pasara la hora, nosotras nos arrebolábamos en los últimos bancos para aprovechar lo único bueno que tenía la clase de manualidades: la charla de lo que creíamos en esos años era el sexo.

En mi casa esa palabra no se mencionaba y a esa altura yo no tenía idea de nada. En cambio, mis amigas que parecían mucho más sueltas y contaban con cierta información un día me contaron envueltas en una aureola de misterio aquello de la semillita.

Ese fue el primer capítulo de educación sexual y me pareció espantoso. Mi intuición me guió para entender qué cosa del hombre entraba en qué hueco de la mujer para depositar la bendita semilla que en mi cabeza tenía la forma y el tamaño de un grano de alpiste, el alimento que mi abuelo le daba cada día a sus canarios y que almacenaba en las latas dentro de un aparador.

Pero el segundo capítulo no tardó en llegar y fue un tanto peor que el primero. Una tarde de verano, salimos con mi amiga Laura a caminar por el barrio en busca de chicos con ganas de jugar al carnaval. Caminamos bajo el rayo de sol para que algún grupito de pibes nos tentara a correr tras el estruendo de una “bombucha”. Pero en las calles desiertas no pasaba nada.

Nos sentamos en un pedacito de sombra para ver si al fin se desataba la guerra de agua y apareció él. Pasaba montado a su bicicleta en medio de ese desierto rojo.

Pedaleaba, nos miró, dio la vuelta y volvió a pasar. Sin detenerse, hizo algunas maniobras en la bici, se apoyó con una sola mano en el manubrio y la que quedaba libre se la metió dentro del pantalón de jogging negro. Me miraba fijo y su boca balbuceaba cosas que yo no llegué a descifrar.

Hasta que de golpe sacó con esa misma mano que se sacudía de un lado al otro, una cosa amenazante, un objeto erguido, exótico, de un color indefinido pero que me pareció oscuro y que nunca había visto hasta ahí.

Mi amiga Laura creo que ni se dio cuenta de lo que estaba pasando delante de nuestros ojos.
En cambio, me paralicé. Me dio miedo, asco y una especie de curiosidad.

miércoles, 4 de junio de 2008

Esperar con placer


El placer y la espera me parecían cosas incompatibles. Hasta que una vez conocí el lugar preciso donde el roce de las dos me producía una suerte de disfrute.
Fue en un momento de mi terapia. No recuerdo muy bien como llegamos a eso mi analista y yo. Pero estábamos hablando de mi infancia, de eso estoy segura. De la familia y de los movimientos incomprensibles de mis padres que intentaba desentrañar en el correr de ese análisis.
En mi relato volví a ese cumpleaños del 89. Quería que me regalaran una bicicleta. Grande, de paseo y con canasto. Usaba hasta el momento la que había heredado de mi hermano mayor. La suerte que corremos los más chicos cuando el de arriba va descartando todo lo que ya no puede seguir usando por haber pegado de golpe el estirón.
Eran tiempos difíciles. La economía en crisis, hiperinflación y los saqueos que sucumbían a la ciudad revistiéndola de un negro estado de sitio, hacían que el país pareciera derrumbarse.
Mi mamá hizo una torta que nunca leudó y yo invité a mis amigas a tomar la leche. Sólo fueron dos, unas faltaron porque fue la semana de mayo más fría del año y otras desistieron porque sus padres prefirieron no salir a las calles del barrio que estaban custodiadas -como hacía años no pasaba- por patrullas policiales. Ese día, en casa no había regalo para mí. A mi papá las cosas no le estaban yendo muy bien y yo entendía, a esa altura ya era capaz de entender, eso y mucho más.
Los dos dijeron algo acerca del regalo esperado que no llegaría, pero casi no tengo registro. Seguro lo prometieron para cuando las cosas pudieran acomodarse un poco.
Igual, la noche de mi cumpleaños dormí feliz. Envuelta en la fugacidad del soplo que apaga las velas y se abriga automáticamente con los tres deseos.
Si la espera se trata de confiar en que algo se va a recibir, esa vez mi sensación no era la de quedarme con las manos vacías. La bicicleta no estuvo pero para mi analista el regalo lo mismo había llegado. La caricia lacia de mis padres en mi pelo y la señal de que la nena madura comprendía las cosas era la mejor recompensa. Tenía que esperar a que todo se mejorara más adelante y recibir, o tal vez no, la bicicleta deseada. Una espera que por primera vez se fundía con el placer, porque el reconocimiento era para mí un buen adelanto.
Viéndolo a la distancia y ya con 31 años, siento que esa niña -que no recriminó nada- no esperó "con placer" sino que esperó "complacer". Al principio aquello que parecía digerirse sin esfuerzo, a la larga sólo se pudo festejar con un trago hecho con pastillas para la depresión.

jueves, 15 de mayo de 2008

Belleza y felicidad

1984. Cargaba con el hoy pesadísimo walkman de mi tío. Me calzaba las polainas rayadas que me había tejido mi abuela y ponía con furia el casette de Flashdance. Repetía una y mil veces "What A Feeling” y “Maniac” y bailaba como loca. En ese delirio se condensaba la plena felicidad de mis siete años en los 80'. Y sin duda, soñaba despierta, con ser Jennifer Beals aunque sea por un rato.


viernes, 9 de mayo de 2008

¿Quién está peor de las dos?

-Yo: No sé que me pasa. Pero estoy tan cansada que hoy no tengo muchas cosas que contar.
-Psi: Ajá... ¿Y tuviste algún sueño?
-Yo: Ah sí. La otra noche soñé que una rata preniada se paseaba por abajo de la mesa de la casa donde hace años vivía con mi abuelo.
-Psi:...
-Yo: Estaba gorda, pesada, como una mujer embarazada. No era escurridiza como son la mayoría de las ratas. Caminaba lento, hasta que se escondía en un rincón y empezaba a parir mil crías que se arrastraban por el piso de toda la casa.
-Psi:...
-Yo: Lejos de sentir miedo, como en la realidad, yo me compadecía de la pobre rata y quería ayudarla.
(Mientras el relato de mi sueño seguía y yo agregaba más y más sobre la fobia que en verdad le tengo a las ratas, en un rincón del consultorio se empezó a escuchar un ruido que no se sabía bién de qué era pero se entendía con claridad que era de un animal. El sonido, que era como un chillido iba en crecimiento y empezaba a oírse acompañado por patitas que escarbaban la ventana o la pared.)
-Yo: (Pausa en el relato)...
-Psi: Mirá que no son ratas... Te digo por las dudas... Para que no te preocupes...
-Yo: Y entonces... ¿Qué son?
-Psi: Son dos palomas que hicieron nido en la ventana. ¡¡¡¡Y ya me tienen harta con tanto ruido!!!! No las soporto más.
-Yo: Ah...

martes, 29 de abril de 2008

El amor

"El amor, mi madre solía decir, es lo único que cuenta en este mundo. El amor verdadero, solía agregar, para evitar cualquier malentendido. Excepto ese único adjetivo, no agregaba nada más".

John Berger

del libro "Cada vez que decimos adiós"

miércoles, 23 de abril de 2008

Gente que no ve

Hoy les traigo una duda existencial:
¿Porqué será que las personas que se creen "realmente importantes" –aunque no lo son– cuando te encuentran por la calle o en cualquier lugar se hacen las que no te ven?
Y lo que es peor, cuando ya te tienen a milímetros de su cara, acusan algo más o menos así:
–Disculpá, no te vi... Es que yo no veo nada... ni un elefante veo.
Pero lo peor fue lo que me pasó el otro día cuando alguien hizo todo lo posible para no saludarme y se excusó de no verme:
–Es que dentro de 24 horas me operan de presbicia.

lunes, 14 de abril de 2008

Help Me Eros



Tiene 40 años, mide no más de un metro sesenta y seis, porta un culo fibroso que dan ganas de morder. Se llama Lee Kang-sheng, es el actor fetiche de Tsai Ming-liang y está en Argentina, en el marco del BAFICI, presentando su segundo largometraje, "Help Me Eros", donde dirije y también actúa.


La película retrata a un grupo de jóvenes solitarios y alienados deambulando por el paisaje urbano taiwanés mientras mantienen encuentros sexuales esporádicos más allá de las luces de neón.


Fiel a su maestro eligió tópicos y tratamientos estéticos similares a los de Ming-liang, pero quizás con más diálogos. Kang-sheng cuenta y encarna la historia de Ah Jie, un muchacho melancólico, que perdió todo en la Bolsa y quedó en la ruina . Sus únicos consuelos: una plantación de marihuana que tiene en un invernadero casero construido en su departamento del centro de Taipei y una linda corista con la que probará todas las posiciones sexuales posibles. Con 2, con 3, con 4...
La película está en competencia, se vio a sala llena y la presentó el mismo director. La combineta de tanto sexo acrobático, tratado exquisitamente, hizo que muchas salieran corriendo detrás del oriental para conseguir una pequeña muestra de esas gimnásticas sesiones sexuales.

domingo, 6 de abril de 2008

Quisiera ser un pez

"El pez en busca de su escondite"

A veces visito a un amigo que trabaja en la escuela de paisajismo. Mientras espero que termine con sus cosas me escapo al patio para mirar un estanque que armaron los alumnos y se parece mucho a un pequeño jardín japonés. Esos días quisiera ser un pez y esconderme debajo de las nenúfares que flotan. Aunque sea por un rato. Así las cosas este domingo.











lunes, 31 de marzo de 2008

Un pasaje a Brasil


No había amanecido pero los primeros pasajeros empezaban a llegar plagados de maletas rodantes y bultos para hacer el cheking y por fin volar. Era verano, y como siempre para esa época del año, empezaban a despegar los primeros charter con destino a Brasil. Malditos vuelos si los hay. Trabajaba en la oficina de informes de la aeroestación de mi ciudad donde nunca pasaba demasiado y los movimientos eran más bien mínimos. Pero en los meses de calor todo parecía conmocionarse al límite de la exageración. Las mujeres llegaban con soleras de colores y los hombres con bermudas color caqui, como anticipándose al destino que los esperaba pero que aún estaba a una cierta distancia. A ninguno le faltaba el bolso de mano con el nombre impreso de la empresa de viajes que le había vendido el boucher, garantía asegurada para acceder al sol y las playas brasileñas. Era domingo y odiaba tener que madrugar para sentarme detrás de ese mostrador donde todo parecía muerto, hasta que la vi entrar.
Tenía un vestido color azul, que no era de terciopelo pero se parecía bastante. Lo cierto es que era, y eso se percibía a la distancia, de una tela de invierno que de lejos y con sólo mirarla ya daba calor. Atravesó la puerta corrediza del hall del aeropuerto. Arrastraba una valija desvencijada que se notaba no llevaba mucho por dentro. Un collar de perlas mustias, que seguramente años atrás había tenido otro valor, le apretaba el cuello a punto de asfixiarla. El escote del vestido era alto y el corpiño le ajustaba el busto dándole un tamaño todavía mayor. El cinturón estrecho apretaba sin éxito la cintura y no lograba reducirla. Los botones de nácar temblaban con el ritmo de la respiración. Ella se acercó lentamente hacia mí y con esos buenos modales de abuela paqueta me preguntó dulcemente si quedaban pasajes a Brasil.
Por unos minutos quedé muda. Con una mirada entre alegre y fugitiva, unas cuantas gotas de transpiración derrapando desde la frente y una línea de lápiz labial que le dibujaba una mueca por fuera del contorno de los labios confirmé lo que supuse cuando la vi aparecer en medio de esa manada de turistas. Le dije que no era la encargada de emitir los boletos y que podía acercarse al mostrador de Varig, el único que aún estaba a oscuras porque justamente no tenían a cargo la salida de los charters. La mujer se acomodó en una de las butacas del hall y enseguida empezó a cabecear hasta quedarse dormida. Cuando el altavoz anunció la primera salida ella se levantó de golpe y no tardó en dirigirse a la empresa aérea que ya estaba despachando. Un empleado atendió a la mujer y sin demasiada traducción comprendí desde mi oficina que no le iban a vender el pasaje. Con lo cual también predije que no iba a pasar mucho para que la mujer se acercara otra vez hacia mí. Y así fue. Apoyó la valija sucia sobre el mostrador y apenas la abrió se escapó un olor mezcla de humedad y naftalina. Quise hurgar con los ojos el interior de la maleta pero sólo logré ver una combinación gris arratonada, un par de zapatos con brillos, un botellón de colonia y unos documentos. La mujer la volvió a cerrar pero sacó de entre sus dedos rugosos una postal. Era una tarjeta de por lo menos 30 años atrás que tenía el dibujo de un hotel, bordeado de palmeras que parecía haber sido importante -quién sabe si aún existía- y que aparentemente estaba en Río de Janeiro. Mientras la tocaba con la mirada la mujer me contó que su novio la esperaba en ese hotel. Él era el dueño del alojamiento y tenían que encontrarse para casarse. Como soy de esas personas que nunca pueden decir no traté de seguir su relato con la paciencia que no abunda y después de un rato conseguí llevarla al otro lado del hall a tomar un café. Ella asintió como si nunca antes la hubiesen invitado a sentarse en un bar. A esa altura, ya todos en el aeropuerto se daban codazos al verla pasar y los policías aeronáuticos se mordían los labios por no saber que hacer. Nos sentamos y empecé a preguntarle por su vida, hasta que de a poco largó su nombre completo y otros datos y los efectivos de seguridad agazapados como moscas a nuestro alrededor se dispersaron rápidamente para buscar a algún familiar. La mujer pidió un sándwich de miga de blanco de pavita y se lo devoró como si fuese la última vez, río mientras contaba que no veía la hora de llegar a Río de Janeiro donde la esperaba su amado y enseguida frunció el ceño cuando recordó que “el hombre se iba a preocupar si el vuelo se demoraba”. Cada tanto se sobresaltaba con el llanto de alguna criatura pero a todos los que posaban sus ojos en ella les sonreía con cierta impudicia de senilidad. Y así se me pasó la tarde más ajetreada de un domingo. Cuando empezaba a anochecer, un hombre de unos 40 años llegó en un auto a buscarla. Firmó papeles, se reunió con el jefe de la policía aeronáutica y terminó llevándose a la mujer que saludaba a todos como si nos conociera de toda la vida.
Como si dos novedades se me dieran juntas, hace un par de años viaje por primera vez en avión y conocí Brasil. Recuerdo que cuando desde lo alto vi el primer morro verdoso recortado en el cielo, lloré. A veces el delirio es tan bueno ¿no es cierto? ¿Cómo no soñar con un pasaje hasta ahí?



viernes, 7 de marzo de 2008

Cómo tienen que ser las cosas

Hace poco más de cuatro años atrás, de una relación que podría haber sido un placentero curte para los dos, algo pasó. Como dijo él, después de algunos meses de haberse conocido -gracias al azar y algunas coincidencias-, la cosa “subió a otro escalón y se fue armando algo distinto”.
En aquel momento él dijo también, que tenía una idea de cómo tenían que ser las cosas, de cómo pensaba que debía funcionar una pareja, pero que por cuestiones de sus rollos, siempre terminó eligiendo cosas bastante alejadas a aquello que pensaba.
Ella lo escuchó en silencio, pero en su interior asentía con la misma sensación de que casi por primera vez la vida que imaginaba era más o menos parecida a eso que vivían juntos.
Esta tarde mientras los dos se desplomaban en la cama, escapándose de los pliegues de la rutina y de los teléfonos que sonaban a lo lejos, ella lo olió para recordar su olor y recorrió su espalda con un pequeño paisaje de caricias. En el hueco de las sábanas, con el peso de él sobre su cuerpo y en un entretejido de piernas húmedas, besos profundos y manos inquietas ella se olvidó por fin del agobio. Pensó en cómo tenían que ser las cosas y deseó estar así por mucho tiempo.

lunes, 3 de marzo de 2008

Amor frustrado III: Los tres músicos

Siempre me las arreglaba para pasar por el galpón con portón negro de chapa y unas figuras pintadas que con los años supe, eran la copia de Los tres músicos de Picasso.
Con la excusa de comprar frutas en la verdulería que estaba adelante iba casi todas las tardes.
Mientras el viejo se agachaba para armar mi pedido y tirarlo sobre la balanza enclenque que se sacudía de un lado al otro, mis pupilas se hundían entre las filas de cajones para ver que había al fondo del galpón. Nada, nunca veía nada.
Pero algunos movimientos en ese lugar me pinchaban de curiosidad. Chicos y chicas diez años más grandes que yo, entraban y salían a toda hora. Un enjambre de pelos largos, jeans gastados, guitarras y unos cuantos aros eran como la aguja que se clava y te hace pegar un salto. Era el deseo inyectado de traspasar aunque sea con los ojos aquello guardado detrás del portón.
No sé como ni cuando un día desentrañé el misterio. Al interior de esas paredes, que a veces devolvían algún que otro sonido había una sala de ensayo, La Manteca. Dicen que un músico de Buenos Aires casi de paso a mediados de los ochenta, se sorprendió con la onda del lugar.

-Loco, esto es una manteca, le dijo al dueño. Y esa suerte de explosión espontánea le puso el nombre.
Varios años después en una disquería de usados, a la que entré a buscar no sé que cosa, lo vi. Alto y con esa flacura entre desgarbada y liviana. Hablamos un rato. Me gustó, enseguida me puse nerviosa porque sentí que eso se leía en mi cara y sobre todo en mi cuerpo. Resultó ser el dueño de aquella sala que ya había dejado de reunir a la cofradía que yo espiaba de chica.
Nos enamoramos, creo. Fuimos novios y recién ahí atravesé la abertura ancha con la estampa de Los tres músicos que se abrió ante mi como una garganta negra. Después la oscuridad del galpón hasta llegar a la sala que estaba pegada sobre un costado. Todavía quedaban residuos de aquella vieja época. Un escenario de madera, la batería, algunos pedazos de goma espuma en las paredes que como en otros tiempos también sirvieron para aislar. Pero esta vez a nosotros dos de todo el resto.
Parecía una caja hermética, de esas que se construyen para hacer germinar un par de porotos. No entraba ni un punto de luz y el olor a humedad se desprendía y regaba todo el ambiente.
Pasamos unos años intensos y La Manteca fue un buen refugio.
Hasta que un verano calcinante, el último juntos, él decidió tirarla abajo. Dijo que tenía otros planes, en una de esas construir algo nuevo. No estaba conforme pero igual me ofrecí para ayudarlo.
Mojados al ardor de ese enero, cada uno agarró una maza. Golpeamos duro, el trabajo no era fácil. Las porciones de pared hechas de ladrillo y barro eran sencillas de derribar. Pero las que estaban nutridas de revoque ponían mayor resistencia. Insistimos con tercas trompadas hasta ver caer el último pedazo de la sala. Terminada la demolición vimos desparramado lo nuestro por el piso. Hecho también un montón de escombros.

jueves, 28 de febrero de 2008

La encuesta

Yo: Hola. ¿Cómo te fue la otra noche con A.?
M: Super bien. Cenamos en la terraza, de postre preparé unos licuados. Vimos el eclipse y después se quedó a dormir en casa hasta la mañana. Mucha, pero mucha piel.
Yo: Que bueno. Me alegro del reencuentro.
M: Si, la verdad es que lo disfrute mucho.
Yo: ¿Y en que quedaron?
M: En nada.
Yo: ¿Cómo en nada? Si lo pasaron tan bien seguro se vuelven a ver.
M: No sé. Fue hace cinco días y no tuve más noticias. Se despidió con un “nos vemos”, pero hasta hoy no pasó nada.
Yo: Uh… Que loco… ¿Y que pensás hacer?
M: Una encuesta.
Yo: ¿Qué?
M: Sí, una encuesta. Ya le mandé un mail a P, mi compañero de trabajo, con una consulta sobre el caso para que la reenvíe a todos sus amigos, así la responden.
Yo:
M: Quiero saber que le pasa a un hombre para esfumarse después de una noche así.

Yo:...

(Si alguien quiere contestar a la duda de mi amiga M. lo puede hacer por acá. Ella seguro, estará agradecida)

viernes, 22 de febrero de 2008

sábado, 16 de febrero de 2008

Mis uñas

Hace unos años terminé dentro de uno de esos centros de estética donde los cuerpos femeninos se acomodan en fila, sobre las camillas, y como reses preparados para ser depilados de raíz. Era un 24 de diciembre. Recién caía que había llegado el calor y con él la selva de pelos en todo mi cuerpo. Era hora de empezar a desmalezarlo para, por ejemplo, poder ponerme una pollera.
No soporto ese tipo de sitios de depilación pero digamos que para las que queremos que esos trances pasen rápido no hay nada mejor que entregarse a las manos de esas mujeres rudas que le untan a una el cuerpo con la cera amarronada y caliente para después de unos minutos pegar el tirón seco que a una sola se le complica dar.
Estaba embadurnada en las axilas y en las piernas, al lado había una chica a la que le pelaban los brazos y más adelante una mujer con unos bigotes anchos de cera marrón, cuando escuchamos el grito: “¡Mis uñas! ¿Qué le hicieron a mis uñas?”. El alarido venía del fondo del salón. Del sector donde las mujeres concurren a hacerse -lo que se conoce en la jerga de ese ambiente- los pies y las manos. “¡Mis uñas, mis uñas, pobrecitas mis uñas!”, llorisqueaba la mujer mientras se contorsionaba como entrando en convulsiones. Las chicas del fondo, más dóciles que las muchachas de adelante preparadas para dejarte pelada, trataban sin éxito de calmar a la señora. La mujer que no tenía más de 45 años tenía unas manos que a lo lejos no mostraban demasiada diferencia con el resto de las manos. Ni grandes, ni chicas, con uñas medianamente largas y pintadas de un color que a la distancia no se distinguía demasiado. Sin embargo, la mujer estaba enfurecida y cada vez que se miraba las manos se enardecía más y más. Aunque al principio gritos y lágrimas eran una sola cosa, con el paso de los minutos la angustia le ganó terreno al enojo y la mujer no paraba de llorar. “Mis uñas, que son lo único que tengo”, fue lo último que dijo antes de atravesar la puerta escondiéndose dentras de la cartera. Pobre, pensé. Si antes esta mujer no tenía nada, ahora se acababa de quedar con las manos completamente vacías.

miércoles, 23 de enero de 2008

Tu eres Hiroshima


Y te encuentro a ti. Te recuerdo. ¿Quién eres? Me estás matando. Eres mi vida. ¿Cómo iba yo a imaginarme que esta ciudad estuviera hecha a la medida del amor?¿Cómo iba a imaginarme que estuvieras hecho a la medida de mi cuerpo mismo? Me gustas. Qué acontecimiento... Me gustas. Qué lentitud, de pronto... Qué dulzura... Tú no puedes saber. Me estás matando... Eres mi vida. Me estás matando... Eres mi vida... Tengo tiempo de sobra...Te lo ruego... Devórame... Defórmame hasta la fealdad.¿Por qué no tú? ¿Por qué no tú, en esta ciudad, y en esta noche, tan semejante a las demás que se confunde con ellas? Te lo ruego...


Marguerite Duras - Hiroshima mon amour

lunes, 14 de enero de 2008

Ir a la peluquería

Ir a la peluquería es algo que ya no sufro. Antes me daba terror el solo hecho de pensar que debía estar como mínimo 50 minutos frente al espejo viendo todas las imperfecciones de mi cara, tan apremiantes como cuando subo a un ascensor y el espejo lo es todo. No soportaba ni el turbante de toalla en la cabeza ni la túnica de plástico que hace mis hombros más caídos que de costumbre y me fastidiaba con fuerza el cotorreo de otras mujeres comentando lo más jugoso de las revistas Gente o Caras de esa semana. Por eso iba a peluquerías de paso, de esas que tienen una decena de box donde la mujer cuchichea con su peluquero de cabecera. Pero yo no tenía preferencias, cuando iba me cortaba con cualquiera y trataba de no mediar muchas palabras. No me gustaba hablar con el que me metía manos y tijeras en la cabellera. Ese tiempo de charlar de lo que uno hace, si trabajaba o estudiaba, si fumaba o, si tenía novio, hacía gimnasia o dietas se me hacía eterno.
Por eso, durante largos años opté por esquivar la peluquería y caer aunque sea en las manos de una amiga para cambiar de color o recortar las puntas y por años elegí que el lacio aburrido creciera a más no poder para evitar la visita al estilista.
Pero llegó un momento donde quise cambiar y ninguna amiga se animó a poner manos a la obra, sólo una atinó a recomendarme a su chico manos de tijera.
Y digamos que llegar a ese lugar fue lo que cambió mi idea de la peluquería y el tedioso trámite de ir a cortarme el pelo se me volvió más o menos divertido.
En esa peluquería no faltaban las revistas de moda y de farándula pero lo más notable es que había un stand con los libros de Maitena y con el tiempo se pudo leer la revista La mujer de mi vida. No se escuchaba la música bailable de las FM sino temas de Los Redonditos de Ricota y otras bandas nacionales, lo que también me atrapó bastante a primera vista.
El peluquero no me ofreció productos para darle brillo al pelo, ni hacerme las manos a un costado del local ni siquiera me reta porque voy poco. Aquella primera vez sólo me preguntó cómo andaba, que idea tenía para darle al marco de mi cara y porque quería cierto cambio radical en mi cabellera. Le dije que quería el pelo lo suficientemente corto como para no tener que hacerme nada y que quería ser libre por un mes largo de las manos de cualquier peluquero. Pero también era cierto que hacía dos días mi novio me había dejado y por esas cosas de la vida mi pelo era el que iba a sentir en carne propia los embates de mi corazón. Como si me hubiese sacado una radiografía de la cabeza más que de la cabellera, mi peluquero me empezó a hablar de las mujeres que usan el pelo exactamente igual desde los 15 y hasta los cincuenta años y de las que cambian de corte y de color como de bombachas, de las que mastican su insatisfacción corriendo a la peluquería y de las que escapan de las tijeras como si cada mechón que cae al suelo significara la pérdida de un pedazo de alma. Y acto seguido me alcanzó una pila de revistas europeas con los mejores diseños para llevar a la cabeza y una taza de café.
Lo curioso fue que así como pronunciaba esas profundas palabras conmigo para llegar a un trato donde los dos estuviéramos de acuerdo -ni salir a la calle con la cabellera lacia con aires de hippie ni mutar a un rapado teñido de rubio- daba tan solo medio giro para aconsejar a una futura novia que estaba al lado mío probándose peinados para la boda. Es cierto que hay peluqueros como gente para todo pero el mío tenía algo que ya me gustaba. Una dulce capacidad de entablar una buena charla con la joven universitaria, con aires de hippie que en ese momento era yo, y al mismo tiempo guiar a la muchacha nerviosa acompañada por una madre obsesiva -que quería que el pelo de su hija no desentonara con ninguno de los detalles de la fiesta- para que la elección de las dos sea lo más libre que se pueda.

miércoles, 9 de enero de 2008

La vida soñada


Hoy es uno de esos días donde la vida se parece a una mole gigante de cemento que se me viene encima sin pedir permiso. Gracias al cambio de horario K duermo poco y descanso nada. Y aunque desde hace días me ocurrieron algunos gratos sucesos reconozco que no tengo demasiada paz nocturna. Por las noches sueño cosas tan obvias y tan ligadas a mi vida real que cuando amanezco siento que lo pasé en vela.
Por ejemplo anoche coloqué el despertador a la hora de siempre aunque en realidad no tenía que ir a trabajar como todos los días. Y minutos antes de que sonara yo soñaba que iba a mi trabajo como cada mañana y que después de unas horas me daba cuenta que estaba haciendo el turno incorrecto y lo que es peor me acordaba que había dejado plantado a un compañero que me había pedido que leyera un proyecto con él. También comprobaba que había perdido una entrevista muy importante para otro proyecto en este caso mío. Así, en medio de esa verdadera pesadilla, el despertador sonó pero por suerte para sacarme de ese lugar fantasmal.
Pero lo curioso es que hace unas noches tuve un sueño del que no me quería despertar. Más obvio que el anterior el de esa noche comenzó con una secuencia donde se veía la resolución de todos los problemas que me aquejan por estos días.
De pronto, las diferencias que había entre mi chico y yo por una situación digamos doméstica quedaban saldadas a tiempo y sin llegar a una pelea, los problemas financieros –que son mínimos, pero teniendo en cuenta mi bolsillo son todo un agujero negro– se resolvían en un abrir y cerrar de ojos y hasta del banco me llamaban más o menos para pedirme disculpas por la tremenda confusión. Por último, y esto era lo mejor, una tarea que debo realizar para un trabajo para el que fui convocada, que se me tornó más díficil que hallar una aguja en un pajar, se presentaba ante mí resuelta. Mis empleadores contentos con mi cometido y yo felíz. Con esa sensación me desperté y claro ese día no me quise despegar de entre las sábanas hasta ver el sueño cumplido.

jueves, 3 de enero de 2008

Revelación de un mundo

De niña, y después de adolescente, fui precoz en muchas cosas. Para sentir un ambiente, por ejemplo, para aprehender la atmósfera íntima de una persona. Por otro lado, lejos de la precocidad, me encontraba en increíble atraso en relación con otras cosas importantes. Continúo por lo demás atrasada en muchos terrenos. Nada puedo hacer: parece que hay en mí un lado infantil que no crece más.
Hasta pasados los trece años, por ejemplo, estaba atrasada en lo que los americanos llaman hechos de la vida. Esta expresión se refiere a la relación profunda de amor entre un hombre y una mujer, de la que nacen los hijos. Arreglarme a los once años de edad consistía en lavarme la cara tantas veces hasta que la piel estirada brillase. Yo me sentía lista, entonces. ¿Sería mi ignorancia un modo tonto e inconsciente de mantenerme ingenua para poder seguir, sin culpa, pensando en los varones? Creo que sí. Porque yo siempre supe de cosas que ni yo misma sé que sé.



Clarice Lispector