No había amanecido pero los primeros pasajeros empezaban a llegar plagados de maletas rodantes y bultos para hacer el cheking y por fin volar. Era verano, y como siempre para esa época del año, empezaban a despegar los primeros charter con destino a Brasil. Malditos vuelos si los hay. Trabajaba en la oficina de informes de la aeroestación de mi ciudad donde nunca pasaba demasiado y los movimientos eran más bien mínimos. Pero en los meses de calor todo parecía conmocionarse al límite de la exageración. Las mujeres llegaban con soleras de colores y los hombres con bermudas color caqui, como anticipándose al destino que los esperaba pero que aún estaba a una cierta distancia. A ninguno le faltaba el bolso de mano con el nombre impreso de la empresa de viajes que le había vendido el boucher, garantía asegurada para acceder al sol y las playas brasileñas. Era domingo y odiaba tener que madrugar para sentarme detrás de ese mostrador donde todo parecía muerto, hasta que la vi entrar.
Tenía un vestido color azul, que no era de terciopelo pero se parecía bastante. Lo cierto es que era, y eso se percibía a la distancia, de una tela de invierno que de lejos y con sólo mirarla ya daba calor. Atravesó la puerta corrediza del hall del aeropuerto. Arrastraba una valija desvencijada que se notaba no llevaba mucho por dentro. Un collar de perlas mustias, que seguramente años atrás había tenido otro valor, le apretaba el cuello a punto de asfixiarla. El escote del vestido era alto y el corpiño le ajustaba el busto dándole un tamaño todavía mayor. El cinturón estrecho apretaba sin éxito la cintura y no lograba reducirla. Los botones de nácar temblaban con el ritmo de la respiración. Ella se acercó lentamente hacia mí y con esos buenos modales de abuela paqueta me preguntó dulcemente si quedaban pasajes a Brasil.
Por unos minutos quedé muda. Con una mirada entre alegre y fugitiva, unas cuantas gotas de transpiración derrapando desde la frente y una línea de lápiz labial que le dibujaba una mueca por fuera del contorno de los labios confirmé lo que supuse cuando la vi aparecer en medio de esa manada de turistas. Le dije que no era la encargada de emitir los boletos y que podía acercarse al mostrador de Varig, el único que aún estaba a oscuras porque justamente no tenían a cargo la salida de los charters. La mujer se acomodó en una de las butacas del hall y enseguida empezó a cabecear hasta quedarse dormida. Cuando el altavoz anunció la primera salida ella se levantó de golpe y no tardó en dirigirse a la empresa aérea que ya estaba despachando. Un empleado atendió a la mujer y sin demasiada traducción comprendí desde mi oficina que no le iban a vender el pasaje. Con lo cual también predije que no iba a pasar mucho para que la mujer se acercara otra vez hacia mí. Y así fue. Apoyó la valija sucia sobre el mostrador y apenas la abrió se escapó un olor mezcla de humedad y naftalina. Quise hurgar con los ojos el interior de la maleta pero sólo logré ver una combinación gris arratonada, un par de zapatos con brillos, un botellón de colonia y unos documentos. La mujer la volvió a cerrar pero sacó de entre sus dedos rugosos una postal. Era una tarjeta de por lo menos 30 años atrás que tenía el dibujo de un hotel, bordeado de palmeras que parecía haber sido importante -quién sabe si aún existía- y que aparentemente estaba en Río de Janeiro. Mientras la tocaba con la mirada la mujer me contó que su novio la esperaba en ese hotel. Él era el dueño del alojamiento y tenían que encontrarse para casarse. Como soy de esas personas que nunca pueden decir no traté de seguir su relato con la paciencia que no abunda y después de un rato conseguí llevarla al otro lado del hall a tomar un café. Ella asintió como si nunca antes la hubiesen invitado a sentarse en un bar. A esa altura, ya todos en el aeropuerto se daban codazos al verla pasar y los policías aeronáuticos se mordían los labios por no saber que hacer. Nos sentamos y empecé a preguntarle por su vida, hasta que de a poco largó su nombre completo y otros datos y los efectivos de seguridad agazapados como moscas a nuestro alrededor se dispersaron rápidamente para buscar a algún familiar. La mujer pidió un sándwich de miga de blanco de pavita y se lo devoró como si fuese la última vez, río mientras contaba que no veía la hora de llegar a Río de Janeiro donde la esperaba su amado y enseguida frunció el ceño cuando recordó que “el hombre se iba a preocupar si el vuelo se demoraba”. Cada tanto se sobresaltaba con el llanto de alguna criatura pero a todos los que posaban sus ojos en ella les sonreía con cierta impudicia de senilidad. Y así se me pasó la tarde más ajetreada de un domingo. Cuando empezaba a anochecer, un hombre de unos 40 años llegó en un auto a buscarla. Firmó papeles, se reunió con el jefe de la policía aeronáutica y terminó llevándose a la mujer que saludaba a todos como si nos conociera de toda la vida.
Como si dos novedades se me dieran juntas, hace un par de años viaje por primera vez en avión y conocí Brasil. Recuerdo que cuando desde lo alto vi el primer morro verdoso recortado en el cielo, lloré. A veces el delirio es tan bueno ¿no es cierto? ¿Cómo no soñar con un pasaje hasta ahí?
Tenía un vestido color azul, que no era de terciopelo pero se parecía bastante. Lo cierto es que era, y eso se percibía a la distancia, de una tela de invierno que de lejos y con sólo mirarla ya daba calor. Atravesó la puerta corrediza del hall del aeropuerto. Arrastraba una valija desvencijada que se notaba no llevaba mucho por dentro. Un collar de perlas mustias, que seguramente años atrás había tenido otro valor, le apretaba el cuello a punto de asfixiarla. El escote del vestido era alto y el corpiño le ajustaba el busto dándole un tamaño todavía mayor. El cinturón estrecho apretaba sin éxito la cintura y no lograba reducirla. Los botones de nácar temblaban con el ritmo de la respiración. Ella se acercó lentamente hacia mí y con esos buenos modales de abuela paqueta me preguntó dulcemente si quedaban pasajes a Brasil.
Por unos minutos quedé muda. Con una mirada entre alegre y fugitiva, unas cuantas gotas de transpiración derrapando desde la frente y una línea de lápiz labial que le dibujaba una mueca por fuera del contorno de los labios confirmé lo que supuse cuando la vi aparecer en medio de esa manada de turistas. Le dije que no era la encargada de emitir los boletos y que podía acercarse al mostrador de Varig, el único que aún estaba a oscuras porque justamente no tenían a cargo la salida de los charters. La mujer se acomodó en una de las butacas del hall y enseguida empezó a cabecear hasta quedarse dormida. Cuando el altavoz anunció la primera salida ella se levantó de golpe y no tardó en dirigirse a la empresa aérea que ya estaba despachando. Un empleado atendió a la mujer y sin demasiada traducción comprendí desde mi oficina que no le iban a vender el pasaje. Con lo cual también predije que no iba a pasar mucho para que la mujer se acercara otra vez hacia mí. Y así fue. Apoyó la valija sucia sobre el mostrador y apenas la abrió se escapó un olor mezcla de humedad y naftalina. Quise hurgar con los ojos el interior de la maleta pero sólo logré ver una combinación gris arratonada, un par de zapatos con brillos, un botellón de colonia y unos documentos. La mujer la volvió a cerrar pero sacó de entre sus dedos rugosos una postal. Era una tarjeta de por lo menos 30 años atrás que tenía el dibujo de un hotel, bordeado de palmeras que parecía haber sido importante -quién sabe si aún existía- y que aparentemente estaba en Río de Janeiro. Mientras la tocaba con la mirada la mujer me contó que su novio la esperaba en ese hotel. Él era el dueño del alojamiento y tenían que encontrarse para casarse. Como soy de esas personas que nunca pueden decir no traté de seguir su relato con la paciencia que no abunda y después de un rato conseguí llevarla al otro lado del hall a tomar un café. Ella asintió como si nunca antes la hubiesen invitado a sentarse en un bar. A esa altura, ya todos en el aeropuerto se daban codazos al verla pasar y los policías aeronáuticos se mordían los labios por no saber que hacer. Nos sentamos y empecé a preguntarle por su vida, hasta que de a poco largó su nombre completo y otros datos y los efectivos de seguridad agazapados como moscas a nuestro alrededor se dispersaron rápidamente para buscar a algún familiar. La mujer pidió un sándwich de miga de blanco de pavita y se lo devoró como si fuese la última vez, río mientras contaba que no veía la hora de llegar a Río de Janeiro donde la esperaba su amado y enseguida frunció el ceño cuando recordó que “el hombre se iba a preocupar si el vuelo se demoraba”. Cada tanto se sobresaltaba con el llanto de alguna criatura pero a todos los que posaban sus ojos en ella les sonreía con cierta impudicia de senilidad. Y así se me pasó la tarde más ajetreada de un domingo. Cuando empezaba a anochecer, un hombre de unos 40 años llegó en un auto a buscarla. Firmó papeles, se reunió con el jefe de la policía aeronáutica y terminó llevándose a la mujer que saludaba a todos como si nos conociera de toda la vida.
Como si dos novedades se me dieran juntas, hace un par de años viaje por primera vez en avión y conocí Brasil. Recuerdo que cuando desde lo alto vi el primer morro verdoso recortado en el cielo, lloré. A veces el delirio es tan bueno ¿no es cierto? ¿Cómo no soñar con un pasaje hasta ahí?
la locura y el amor pueden confudirse.
ResponderEliminarTal vez haya sido esa la unica parte de cordura que le quedaba.
un pasaje a Brasil....un soplo de vida
que lindo como cuenta lo que cuenta...
ResponderEliminarUna Penélope que no espera. Busca
ResponderEliminarSeguramente en otro momento de su delirio llegará a destino y será feliz
Lo bueno de la vida es que siempre se es feliz alguna vez, y siempre se será feliz nuevamente
Que grande esa mujer!
ResponderEliminarMe acordé de la penélope que supe ser, me acordé de la loca de san blas, me acordé de los tacones de la de Joan Manuel...
ResponderEliminarQué bueno estos disparadores.
Te mando un beso grande.
Ya volviendo, M.
Me encantó, gracias por compartirlo.
ResponderEliminarBesoo!!
brasil es inevitable.
ResponderEliminartremendo, brasil belleza asegurada
ResponderEliminarGracias por el comentario.
ResponderEliminarTe linkeo a mi blog y prometo leerte, en estos momentos ya no me funciona la cabeza.
Un saludo.
me gusto mucho, muy interesante, es para tener en cuenta.
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