No le doy un beso a cualquiera, no finjo alegría, no arrojo fuegos artificiales.
Las fotos me tocan como los rayos diferidos de una estrella. Cada cosa que esconden y que revelan, las voces y los silencios parten como radiaciones cuando las miro. Si me detengo en aquellas que capturan momentos de mi infancia siento iniciar un viaje a través del tiempo. Lugares, personas, calles que ya no piso, pero que salvajemente me acercan a esos segundos encerrados en una imagen. Las fiestas de Navidad en la calle donde vivía mi abuela son uno de esos recuerdos que laten detrás de las fotos.
El griterío de los vecinos cuando sacaban la mesa a la vereda y la unían a las de al lado para encontrarse en medio de una gran mezcla de platos y sabores. La ansiedad adrenalínica con que esperaba la llegada de esa noche. La música, el baile, los premios y el sorbo de sidra a escondidas de los grandes hacían de mí un remolino que arrasaba y no se detenía hasta el fin de la fiesta.
Por años sentí que en la calle, que en realidad era una cortada, donde vivía mi abuela sucedían cosas que tenían que ver con el orden de la ilusión o los sueños.
No por azar el pasaje todavía se llama Olimpo, como el monte más alto de Grecia, que quiere decir "el luminoso".
Con todo aquello esa cortada parecía convocar en un ritual que sucedía ante mis ojos de animé japonés a todos los dioses olímpicos juntos.
Ahí vi por primera vez a los seis años a Papá Noel y unos días más tarde a los Reyes Magos que llegaban para entregar regalos a todos los chicos del barrio que estábamos presentes. Todavía no entendía porqué en lugar de pasar por mi casa -donde con dedicación dejaba los respectivos recipientes con pasto y agua- lo hacían sólo por esa calle.
Pero mi fascinación era tan grande que no dejaba espacio para inquietudes como esas. Recién con el paso del tiempo supe que una vecina de mi abuela -la misma que se encargaba de conseguir los números musicales para cada fiesta- era amiga del Negro Baltazar y los contrataba cada año.
A esa altura todavía me gustaba festejar la Nochebuena. Y como en el cuento de Truman Capote, Una Navidad, apenas el reloj marcaba las doce miraba el cielo con la esperanza de ver las estrellas destellar y soñaba con los ojos abiertos que la nieve caía entre las estrellas.
Pero casi como en el relato de Capote, llegó un año en que no sólo las estrellas dejaron de brillar para mí en esa fecha, sino que también la nieve se arremolinó dentro mío.
Es que la mesa de los vecinos se restringió con el tiempo. Al principio porque muchos ya eran mayores y de a poco fueron muriendo y más tarde porque los que quedaron no pudieron limar las rivalidades de la convivencia diaria y en los pliegues de la rutina las peleas le fueron ganando terreno a la fiesta de fin de año.
Llegué a cumplir doce años con la sensación de que la familia que había conocido y con la cual compartía esas vivencias era inmortal. Pero casi al mismo tiempo en que uno deja de pensar que los padres son sus héroes favoritos esa sensación se empezó a evaporar tan rápido como una estrellita navideña que se agita en forma de círculo por el aire.
Entonces, la mesa ampliada se hizo más chica y familiar pero no por eso más íntima y armoniosa. Por el contrario, creo que desde que empecé a transitar la adolescencia mi papá no pasa una Navidad sentado a la mesa.
Apenas nos disponemos a cenar cualquier excusa, hasta la más ínfima, le sirve de puntapié para salir eyectado de la silla y caer en la cama rendido hasta el día siguiente.
Entonces, mi mamá sirve los platos fríos como si nada, mi tía entrega los regalos, con mis hermanos discutimos un poco pero a las doce todos brindamos y salimos, casi como un pacto que nunca se rompe, a la vereda a ver los fuegos artificiales que estallan en el cielo.
La escena, que parece cuanto menos tonta, me llevó largas sesiones de terapia para desentrañar que mi papá no se animaba a decirle no a la cena de Navidad. En lugar de elegir irse a la cama, forzaba hasta último momento su decisión. Como una olla a presión se exponía a fuego lento hasta explotar y así poder irse sin tener que dar explicaciones.
Llegué a pensar que el problema es que hay una sola Navidad. Y es la misma para los agnósticos, ateos o creyentes. ¿Sería más fácil si no existiera la Navidad?
Entonces, empecé a suponer que debía ser más sencillo rendirse ante el esperíritu de la liturgia navideña, para personas como mi mamá salpicadas de cierto espíritu religioso o para mujeres como mi tía que lectora de Para Ti usa el tiempo para vestirse para “una noche de Fiesta”.
Las fotos me tocan como los rayos diferidos de una estrella. Cada cosa que esconden y que revelan, las voces y los silencios parten como radiaciones cuando las miro. Si me detengo en aquellas que capturan momentos de mi infancia siento iniciar un viaje a través del tiempo. Lugares, personas, calles que ya no piso, pero que salvajemente me acercan a esos segundos encerrados en una imagen. Las fiestas de Navidad en la calle donde vivía mi abuela son uno de esos recuerdos que laten detrás de las fotos.
El griterío de los vecinos cuando sacaban la mesa a la vereda y la unían a las de al lado para encontrarse en medio de una gran mezcla de platos y sabores. La ansiedad adrenalínica con que esperaba la llegada de esa noche. La música, el baile, los premios y el sorbo de sidra a escondidas de los grandes hacían de mí un remolino que arrasaba y no se detenía hasta el fin de la fiesta.
Por años sentí que en la calle, que en realidad era una cortada, donde vivía mi abuela sucedían cosas que tenían que ver con el orden de la ilusión o los sueños.
No por azar el pasaje todavía se llama Olimpo, como el monte más alto de Grecia, que quiere decir "el luminoso".
Con todo aquello esa cortada parecía convocar en un ritual que sucedía ante mis ojos de animé japonés a todos los dioses olímpicos juntos.
Ahí vi por primera vez a los seis años a Papá Noel y unos días más tarde a los Reyes Magos que llegaban para entregar regalos a todos los chicos del barrio que estábamos presentes. Todavía no entendía porqué en lugar de pasar por mi casa -donde con dedicación dejaba los respectivos recipientes con pasto y agua- lo hacían sólo por esa calle.
Pero mi fascinación era tan grande que no dejaba espacio para inquietudes como esas. Recién con el paso del tiempo supe que una vecina de mi abuela -la misma que se encargaba de conseguir los números musicales para cada fiesta- era amiga del Negro Baltazar y los contrataba cada año.
A esa altura todavía me gustaba festejar la Nochebuena. Y como en el cuento de Truman Capote, Una Navidad, apenas el reloj marcaba las doce miraba el cielo con la esperanza de ver las estrellas destellar y soñaba con los ojos abiertos que la nieve caía entre las estrellas.
Pero casi como en el relato de Capote, llegó un año en que no sólo las estrellas dejaron de brillar para mí en esa fecha, sino que también la nieve se arremolinó dentro mío.
Es que la mesa de los vecinos se restringió con el tiempo. Al principio porque muchos ya eran mayores y de a poco fueron muriendo y más tarde porque los que quedaron no pudieron limar las rivalidades de la convivencia diaria y en los pliegues de la rutina las peleas le fueron ganando terreno a la fiesta de fin de año.
Llegué a cumplir doce años con la sensación de que la familia que había conocido y con la cual compartía esas vivencias era inmortal. Pero casi al mismo tiempo en que uno deja de pensar que los padres son sus héroes favoritos esa sensación se empezó a evaporar tan rápido como una estrellita navideña que se agita en forma de círculo por el aire.
Entonces, la mesa ampliada se hizo más chica y familiar pero no por eso más íntima y armoniosa. Por el contrario, creo que desde que empecé a transitar la adolescencia mi papá no pasa una Navidad sentado a la mesa.
Apenas nos disponemos a cenar cualquier excusa, hasta la más ínfima, le sirve de puntapié para salir eyectado de la silla y caer en la cama rendido hasta el día siguiente.
Entonces, mi mamá sirve los platos fríos como si nada, mi tía entrega los regalos, con mis hermanos discutimos un poco pero a las doce todos brindamos y salimos, casi como un pacto que nunca se rompe, a la vereda a ver los fuegos artificiales que estallan en el cielo.
La escena, que parece cuanto menos tonta, me llevó largas sesiones de terapia para desentrañar que mi papá no se animaba a decirle no a la cena de Navidad. En lugar de elegir irse a la cama, forzaba hasta último momento su decisión. Como una olla a presión se exponía a fuego lento hasta explotar y así poder irse sin tener que dar explicaciones.
Llegué a pensar que el problema es que hay una sola Navidad. Y es la misma para los agnósticos, ateos o creyentes. ¿Sería más fácil si no existiera la Navidad?
Entonces, empecé a suponer que debía ser más sencillo rendirse ante el esperíritu de la liturgia navideña, para personas como mi mamá salpicadas de cierto espíritu religioso o para mujeres como mi tía que lectora de Para Ti usa el tiempo para vestirse para “una noche de Fiesta”.
Como si se tratara de que para aquellos a los que no les fue concedida la gracia de la fe ni la paz de la estupidez, la Navidad concentrara casi como en un “Sabor 15” un núcleo difícil de emociones habitualmente dispersas.
Porque lo que le pasa a mi papá de manera repetida la noche del 24 de diciembre de cada año parece ser que le sucede a muchas otras personas. Y sobretodo se agudiza en los meses de noviembre y diciembre a medida que avanzan los villancicos y las vidrieras de los centros comerciales se inundan de bolas rojas, verdes y doradas.
Desde el diván pude diagnosticarme hace un tiempo que como para mi papá la Navidad es un mal trago. Pero por suerte no me voy a la cama. Elijo con quién quiero pasarla.
Porque lo que le pasa a mi papá de manera repetida la noche del 24 de diciembre de cada año parece ser que le sucede a muchas otras personas. Y sobretodo se agudiza en los meses de noviembre y diciembre a medida que avanzan los villancicos y las vidrieras de los centros comerciales se inundan de bolas rojas, verdes y doradas.
Desde el diván pude diagnosticarme hace un tiempo que como para mi papá la Navidad es un mal trago. Pero por suerte no me voy a la cama. Elijo con quién quiero pasarla.
Mientras leía me preguntaba porque se han perdido ciertas costumbres. Sobre todo comunitarias. Porque somos menos tolerantes con nuestros vecinos, por ejemplo. De niño viviendo en barrios de Capital Federal, tambien nos juntabamos los vecinos. Por ejemplo para San Pedro y San Pablo. Un poco supongo que será por el famoso tema de la inseguridad. Pero más por la imposibilidad de "soslayar" que tenemos, por la irritacion, por el individualismo, por la falta de proyectos compartidos. El pais y el mundo eran otros
ResponderEliminarCon respecto a lo de tu papá ¿preguntaste, lo hablaste, o por algún motivo no es posible? ¿será que no soporta las ausencias?
Siempre he pasado el día de navidad y año nuevo sola en casa. Nunca he festejado en mi vida. TAmpoco tengo recuerdos como tú de esas fechas...
ResponderEliminarSon dias tan normales, para mi, como cualquier otro...
A mí Navidad me encanta, siempre, pero cada vez leo más gente que no sólo no le gusta, sino que la sufre. Y me da lástima porque, más allá del sentido religioso en el que uno puede creer o no, es una oportunidad de compartir con la familia (la dada y la adoptada).
ResponderEliminarTal vez el problema pase porque se espera demasiado de estas fechas. Habria que bajar un poco las espectativas, no porque sea Navidad se van a olvidar todos los reconcores y malos momentos, pero sí se puede hacer un esfuerzo por sentarse y disfrutar con los que uno quiere y le hace bien.
No se, espero que como elijas, la pases feliz. :D
estas fiestas o se odian o se disfrutan enormemente. Yo del segundo grupo. Aunque desde que me fui de BA en el 93 extrano mucho a los viejos, el tema climatico ayudo a que me parecieran mas agradables en el hemisferio norte. Aca hace un frio hoy y llovio todo el dia y la chimenea no dejo de comerse lenos todo el dia.
ResponderEliminarLo de las mesas largas, que lindo!!! con vecinos o familia y aunque a veces eran moemntos pesados, recuerdo pensar me quiero ir a tal lado, etc... ahora me parecen recuerdos generosos que me hacen sonreir.
Mary
Hermoso, conmovedor, justo, y no sigo más.
ResponderEliminarMARAVILLOSO ESCRITO DONDE TE VEO A VOSY A TU PAPA DEL MISMO CLUB QUE YO...
ResponderEliminarEXCELENTE...
Que post! casi le diria en absoluta identificacion con sus decires, felices fiestas!... esta o cualquier otras que quiera festejar!!!
ResponderEliminarLa saluda,
La U.
felicidades Bombom!
ResponderEliminarde Ms. Mary
Muy bonito..., feliz navidad y que la pases muy pero muy bien!!
ResponderEliminarBueno pues feliz para el que sean felices y Buenas noches para el resto , Tambien ocurre que para algunas personas traen recuerdos bonitos que quizas ya no podran serlo nunca.
ResponderEliminarEs que hay tanta gente...
Hola, pasaba a dejarte mi saludito por la navidad.
ResponderEliminarUn abrazo.
la navidad, es como la renovación de la creencia, por eso los de menor edad la disfrutan más, por eso los mayores se entristecen, o se maman, o se pelean. Que se renueve la creencia en lo que cada uno tenga a la mano, o en lo que pueda, en los amigos, en el éter, en el instante de mirar y sentir. Es la oportunidad anual de sentir algo trascendente en el aire, que cada cual elija a su gusto...
ResponderEliminarMe siento ásperamente identificada con este relato. Con un padre ausente, con gente que no le pone el cuerpo a las decisiones, con tu actual elección que es la única que sirve porque nace de tu verdad.
ResponderEliminarAprovecho para decirte que estoy encantada con haberte conocido en lo que llevo por estos paseítos por blogs. Tenés algo que me agrada de la gente en general: honestidad. Y tenés otra cosa que me gusta tanto como lo primero que dije: No te la creés. La gente humilde y grande a la vez, me encanta.
Te dejo un beso grande y muchas felicidades para este año que empieza (te lo digo yo que me escabullí en navidad para no ver al mundo explotar a las 12)
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarSaludos a los que se identifican con los que esquivamos los festejos exagerados y los estertores de la Navidad.
ResponderEliminarUn brindis por aquellos que aunque la mesa se achique, cambie, se renueve se animan a seguir celebrando.
A los que me desearon que la pase bien miles de gracias. La pase espléndidamente. Con mi chico nos refugiamos en el campo, lejos del ruido, comimos rico, y brindamos en soledad en un lugar donde ya habíamos pasado nuestra primera Navidad juntos.
no me gusta la navidad, por ahora.cuando tenga mi familia grande, cuando pueda poner mesas largas y sentirme orgullosa de hijos y nietos, seguramente la disfrutare muchisimo mas!!!
ResponderEliminarGracias por compartir esto con nosotros, Bombon!! Felices fiestas y un abrazo.
ResponderEliminarTu blog me gusta. podemos ser amigos? Te quiero, y si me quieres, podemos transitar juntos el camino de la salvacion que promete mi señor jesucristo.
ResponderEliminarEN SOLIDARIDAD CON LOS QUE EL 31 VAN A ESTAR CON UNOS CASCOS PUESTOS ATENDIENDO LLAMADAS DE COMPAÑÍAS TELEFÓNICAS... DEJAD DE LLAMAR A LAS 23:30, PERMITID QUE SE TOMEN LAS UVAS, ESTAMOS EL RESTO DEL AÑO A VUESTRA DISPOSICIÓN... MUCHAS GRACIAS Y FELIZ 2008
ResponderEliminarFeliz Año, Bombon!
ResponderEliminarGracias Ri! Felíz año para vos también!
ResponderEliminarMamerto andáte a cagar.